viernes, 17 de junio de 2011

CAPÍTULO 4. "NUBE NEGRA"

El piso se mantenía en tinieblas. Totalmente en silencio. Elizabeth dormía abrazando a Tara. Hacía ocho jornadas que no sabía nada de John y sus hombres. Esa noche, sobre las cuatro de la mañana, había decidido asaltar el botiquín del cuarto de baño. No fue capaz de conciliar el sueño y se permitió el lujo de gastar uno de los codiciados Valium. Eso era otra ostentación de la que Elizabeth era beneficiaria. En Gotham, las medicinas y las drogas conseguidas en las incursiones a las ciudades, eran custodiadas bajo llave en un almacén. Para poder hacer uso de ellas tenían que ser recetadas y administradas por un joven médico recién graduado antes del día cero. John guardaba para ellos porciones del botín medicinal sin dar parte de su hallazgo. Sí, eso era un gran lujo.

Al igual que los potitos industriales, las últimas partidas de fabricación de esta clase de conservas antes del cierre de las fabricas después del día cero. Aunque debido a que no había habido ningún nacimiento posterior a esa fecha, eran productos menos ansiados. Por suerte, Tara consumía ya todo tipo de alimentos. Por desgracia no es que se pudiera conseguir mucha variación de “tipos de alimentos”. Hacía poco que las azoteas de los edificios se habían convertido en plantaciones improvisadas y los frutos eran escasos. Cuando John encontraba en el camino de sus expediciones árboles frutales o siembras en buen estado, anotaba su posición para más tarde mandar un equipo de recolección. Repartían y comían toda la fruta que podían, y el resto era envasada en botes de cristal para su conservación.

-¿Elizabeth? ¿Hola?

La pequeña Tara irguió la cabeza. La voz masculina que llamaba preguntando por la chica, profundamente dormida junto a ella, la había despertado.

-¿Hola? ¿Elizabeth? ¿Elizabeth Logan?... ¿Tara?

Al oír su nombre, la pequeña trató de zarandear a Elizabeth para despertarla. Pero no lo logró. Apartando con dificultad el brazo que la rodeaba, Tara se liberó y escaló por la cama hasta que sus piececitos descalzos se posaron en la moqueta. A trompicones atravesó el pasillo. Se paró en seco en el marco de la puerta del salón. Sus ojos se agrandaron. Allí estaba él. Cotilleando su colección de películas infantiles. Ya no llamaba a Elizabeth y no la había oído llegar. Pícara, Tara se sonrío a sí misma. Iba a probar un juego que había observado entre su padre y Elizabeth multitud de veces y creía poder repetir. El juego consistía en acercase muy despacio a su padre de espaldas y saltar sobre él. Cuando John lo hacía, agarraba por sorpresa a Elizabeth por la cintura. Ella se conformaría con adherirse a su pierna. Esperaba conseguir ese respingo que daba la chica y las risas posteriores de su padre.

Tambaleante Tara avanzó sigilosamente hasta él. Ya casi le había alcanzado y John seguía abstraído con las brillantes copas de la vitrina. Alzó el rostro para fijar la vista en los retratos de la familia. Tomó del estante un marco de plata. En él John, por la espalda, abrazaba los hombros de una mujer rubia, más bajita que él. Los dos sonreían al fotógrafo invisible, mejilla con mejilla.

-¡¡Johnny!! ¡¡Papá!! -chilló la pequeña, rodeando con los brazos el fornido gemelo derecho del hombre, que a punto estuvo de dejar caer el retrato de sus manos.

-Tú debes de ser el cachorro de John, ¿no? -respondió él, en lugar de las risas que esperaba recibir Tara.

La niña notó un deje extraño en la voz de su padre y levantó la cabeza para mirarle a la cara. Unos enormes ojos azules la miraban lastimeros. Un rostro extraño la examinaba desde las alturas. Tara sólo guardaba cuatro caras en su joven memoria. Su padre de facciones duras, con ojos de un gris verdoso, labio inferior más ancho que el superior y nariz recta. El de Eli, redondo de grandes ojos marrones, boca carnosa y nariz pequeña. La cara regordeta, de finas facciones y ojos de similar color al de Eli y Andrew y los saltarines ojos verde lima de la cara pecosa de Piti. La cara que estaba cada vez más próxima a la suya, no era ninguna de ellas.

Elizabeth se revolvió en la cama. Una extraña sensación de ausencia tiraba de ella, sacándola de su profundo sueño adulterado por el Diazepam. Palpó con la mano la cama, no topó con la niña. Con esfuerzo abrió los ojos y se obligó a enfocar la vista para comprobar que no estaba soñando. La niña no estaba con ella. Debería dejarla en su cuna con los barrotes subidos antes de dormirse. Pero esa noche no quiso acostarse sola. Se impuso calma. No había podido ir muy lejos. Y aunque llegara al pomo de la puerta que da a los ascensores, el relevo de Andrew y Piti la habrían detenido.

Escuchó, proveniente del salón la voz de Tara:

-¿Johnny, papá?

“John ha vuelto.” La felicidad la desperezó por completo. Saltó de la cama. El corazón le iba a mil por hora.

Un alarido de espanto recorrió el pasillo clavándose en su pecho. El tiempo se paró al igual que su corazón. No respiraba. ¿La niña se ha asustado? ¿Puede ser por los suplentes de sus guardianes? No, ellos nunca entraban en casa. Era posible que John estuviera herido y alguien hubiera tenido que introducirlo en el piso. No. De ser así…

-¡¡¡ELIIIIII!! -Tara la llamaba desesperada, estaba realmente asustada-. ¡¡¡Driu, Driuuu!!

Muy asustada, tanto como para tratar que Andrew la rescatara de lo que fuera o quién fuese que estaba causando su temor.

“Piensa, Eli, piensa.” Lo tuvo. Se tiró prácticamente al suelo, resbalando por la moqueta del dormitorio, que raspó su piel. De rodillas, abrió el armario. Hurgó entre las cajas de zapatos del fondo de éste. La tenía. Su piel recibió el frescor del metal del cañón. Sustrajo el arma de entre los cartones. La miró, atemorizada, y la apretó contra su pecho. Empuñándola se dirigió al salón.

Frenó su avance en el mismo lugar que lo había hecho Tara instantes antes. Un espejismo similar al sufrido por la niña la asaltó. Caderas robustas. Estrecha cintura. Amplia espalda. Brazos fornidos. Metro noventa y cinco. Fuertes piernas. Las ropas negras de combate. Pelo castaño, casi rubio, rapado. Pero algo estaba mal. Había marcas en el cuero cabelludo pero no estaban en la misma posición que en el de John. No era John. Un segundo de desolación. Otro más. Tara se desgañitaba mientras intentaba soltarse, esto la devolvió a la realidad.

-Suéltala y aléjate de ella -ordenó decidida, con coraje. La boca del arma apuntaba a la cabeza del desconocido sin titubeos. El hombre posó a la niña en el suelo. Y levantó las manos a la altura del pecho en son de paz. Tara corrió tropezando hasta las piernas de Elizabeth-. ¿Quién eres? -exigió saber una vez que tuvo a la pequeña junto a ella.

-¿Elizabeth? -Ella asintió, confirmando su identidad-. ¿Desde cuándo va armada en casa?

-¿Quién eres? -gruñó ella, sin apartar el cañón de su objetivo.

-¿Podría apuntar con eso en otra dirección? -Ella negó con la cabeza-. Soy Nathaniel. Nathaniel Anderson. -Él tomó aire profundamente y bajó las manos-. Tenemos que hablar, Elizabeth.

Entrecerró los ojos como si esto la ayudara a entender. Sacudió la cabeza una vez. Y se negó a asimilar lo que su cerebro estaba tratando de decirle. Apretó los parpados, que empezaban a humedecérsele. Al abrirlos de nuevo, el sujeto había adelantado dos pasos hacia ella. Redirigió el arma hacia él. Eli negaba con la cabeza lentamente.

-Por favor, baja el arma -pidió, dejando atrás el tratamiento de usted.

Ella negó con mayor fervor, pero bajó la pistola. Él pareció respirar aliviado. Como un resorte, Elizabeth elevó el cañón hacia él otra vez. Las piernas de ella flaqueaban, las fuerzas empezaban a fallarle. Dio unos pasos hacia la derecha, librándose del hueco de la puerta y apoyó sus hombros contra la pared.

-Elizabeth. Yo… -Ella seguía negando con la cabeza. Había visto en sus ojos lo que había venido a decirle, y no quería que lo hiciera. Negaba y renegaba con todas sus fuerzas haciendo girar su cabeza de izquierdas a derechas-. Lo siento.

Eli bajó la cabeza. Cerró los ojos con fuerza y un “No” salió imperceptible de sus labios. Nathan, presintiendo que estaba a punto de derrumbarse, aprovechó para acabar con la distancia que les separaba. Primero la tomó por una muñeca y después intentó arrebatarle el arma. Ella se aferró al metal como si con eso mantuviera presa el alma de John en este mundo, al tiempo que continuaba susurrando la negativa de lo evidente. De un tirón Nathan obtuvo la pistola. Elizabeth se miró las manos vacías.

-No -logró articular por fin en un tono totalmente audible. Y se llevó las manos a la cara-. No. No -repetía mientras resbala por la pared hasta acabar sentada en el suelo de cuclillas-. NOOOOOOO -bramó rota de dolor.

Todo desapareció alrededor de ella. Cayó en una espiral negra sin fin. El frío le calaba los huesos. Le dolía el pecho como si sus pulmones hubieran sido arrancados de cuajo de él. Trató de respirar. No podía levantar la cabeza. Gritaba y el aire le quemaba los alvéolos. Rompió a gemir de angustia. El agua resbalaba por su cara empapándole el pijama. Notó unas pequeñas y cálidas manitas aferrarse en su antebrazo. Atrajo a la pequeña Tara temblorosa hacia sí y la puso en su regazo. Apretujándola contra ella, comenzó a mecerla. Las dos plañeron juntas.

Nathaniel las observaba, incómodo. No sabía cómo actuar. No conocía el modo de aliviar su pena. Intranquilo porque Elizabeth apretaba cada vez con más ansias a la pequeña. Se apremió a actuar.

En la oscuridad de su pozo de desolación Elizabeth notó una presión en su hombro. Nathan había puesto una tímida mano sobre él. Se agachó frente a ellas y llevó los hombros de Eli hacia la pared para abrir espacio entre ella y la niña. Elizabeth no ejerció resistencia cuando él le retiró a Tara, pero sus sollozos se volvieron más violentos. Eli se quedó abrazándose las piernas dobladas contra su pecho.

Nathaniel sacó a la niña gimoteando de la sala y la entregó a los guardianes que estaban apostados en la entrada. Al regresar, la calma que reinaba en el salón hacía que se le erizaran los pelos de la nuca. Tanto silencio, no podía ser buena señal.
Elizabeth permanecía en la misma postura. Estaba temblando con convulsiones cortas. Nathaniel temía menos por ella cuando lloraba desgarrándose la garganta. En ese estado, ya ni siquiera podía asegurar que ella siguiera respirando. Su pelo marrón oscuro le cubría la cara, escondida entre sus rodillas.

Nadie había preparado para aquello a Nathan. Él intentó apartarle la melena para poder verla. Pero los mechones se pegaban a su rostro por el sudor y las lágrimas derramadas en nombre de su compañero caído. Una violenta exhalación de ella le sobresaltó y quedó sentando en el suelo de la impresión. Ella le miraba con los ojos desorbitados, eran del mismo tono que la coca cola.

Elizabeth comprendió al ver frente a ella esas grandes órbitas de color cobalto que todo era real y no una pesadilla.

-No -suplicó ella, mirándole destruida.

-Lo siento -murmuró Nathaniel, tendiendo una mano hacia ella que se quedó a unos centímetros sin tocarla.

La devastación la capturó de nuevo y se dejó llevar. Agachando de nuevo la cabeza, sucumbió a un estado semicatatónico en el cual maldecía, renegaba, gritaba y lloraba escondiéndose entre sus propias piernas. Por un segundo cesó.

-Elizabeth -le llamó, pero no obtuvo ninguna respuesta.

Él se movió hacia un lado de ella, deslizándose por el parquet sin levantarse. Se colocó de rodillas. Pasó un brazo entre la pared y su espalda. Esperaba ver una reacción al contacto, pero no la hubo. Con su otro brazo hizo cuña entre sus piernas dobladas, por el puente de las rodillas. Tomó impulso y se levantó con ella en brazos. Al incorporarse con el peso muerto del cuerpo de Elizabeth, el costado de ella golpeó contra su pecho y Eli pareció resucitar. Trató de soltarse a manotazos, histérica. Él no podía detenerla ni defenderse sin dejarla caer. Así que aguantó estoico el embiste y, oprimiendo el cuerpo de Elizabeth contra el suyo, para impedir el movimiento de sus brazos. Cruzó raudo el pasillo que llevaba al dormitorio y la dejó caer sobre la cama.

Con movimientos rápidos la inmovilizó con la colcha, usando parte del peso de su cuerpo. Elizabeth jadeaba e intentaba soltarse furiosa. No razonaba. Estaba fuera de sí. Histérica. Nathaniel daba ráfagas con la mirada, por la habitación, desesperado, en busca de ayuda.

No creyó que sirviera de mucho, pero no se le ocurría otra cosa. Sobre la mesita, un vaso de agua por la mitad le tentaba. Se hizo con él y lo arrojó al rostro rojo y falto de oxígeno de ella. La sorpresa invadió a Elizabeth, que le miraba furiosa como una leona. Ella le abofeteó rabiosa. Nathaniel agarró su mano con fuerza y ambos tuvieron una lucha de manotazos. Hasta que todas las extremidades de Elizabeth fueron inmovilizadas por Nathan, que, agradecido porque su adiestramiento en la academia le enseñara algo útil, resoplaba tras la contienda.

Ella estaba tendida en la cama, presa. No le quedaban fuerzas para oponerse. Cerró los ojos, que se le llenaron de agua salada. Los abrió y ésta goteó por su cara. Nathan, jadeante, veía cómo con cada apertura y cierre de párpados ella necesitaba más esfuerzo para el siguiente. Fue aflojando sus ataduras hasta que Elizabeth cerró los ojos y no volvió a abrirlos. Se había dormido, Nathan la soltó y suspiró profundamente.

“Una mujer dura de pelar” pensó mientras se colocaba la ropa en su sitio. “Era de esperar una elección así, viniendo de ti, John.”

-En que líos me metes, Johnny, compañero -se quejó en voz alta, con la mirada hacia el cielo.

Entrando en el recibidor de la casa se encontró con que uno de los guardianes suplentes de la familia jugaba con la niña en el regazo.

-¿Qué hace con sus chapas… -él tuvo que mirar el nombre grabado en ellas, pues no lo recordaba-, Cabo Félix?

-Era la única manera de hacerla callar, mi Coronel.

La niña miraba con ojos vergonzosos a Nathaniel, como si estuviera arrepentida de su pasada actuación. Agitó las chapas frente a él, ofreciéndoselas en señal de amistad. Era bonita como su madre, y posiblemente tenía peor carácter que ella. Con un poco de suerte habría heredado algo de su padre que suavizara su personalidad cuando creciera. Lástima que tuviera que hacerlo sin él. Nathan miró su reloj. Si los hábitos alimenticios seguían siendo los mismos que cuando sus sobrinos eran bebés, la hora de comer de Tara estaba muy cerca.

Dejó a la niña donde estaba. Fue a la cocina, revisó todos los armarios de madera, podría estar equivocado pero parecían de roble autentico y no un laminado. Encontró uno repleto de potitos listos para calentar. Agradecido de su suerte, al no tener que improvisar ningún tipo de comida sin recordar cuál es la adecuada para una niña de esa edad, comprobó la fecha de caducidad y las instrucciones de preparado.


Elizabeth despertó dolorida. Recuerdos de una vez que se sintió igual reptaban por su mente. John, Alexia y ella, hacía años. Su rubia amiga se había pasado cargando la coctelera en su fiesta de compromiso. Y Eli se había pasado, tomándose tres de ellas. John tuvo que cargar con ella hasta el piso de sus padres. Sus padres ahora difuntos. Difuntos como Alexia, como… John.

Esta vez no era a causa de un exceso de tequila pero el resultado era el mismo. Las náuseas le revolvían el estómago y un líquido ácido trepaba por su garganta. A gatas, salió de la cama, llegando a cuatro patas al retrete del baño del dormitorio justo a tiempo. La última vez que vomitó estaba escondía en el piso de Alexia. Habían pasado dos años y medio de aquello. Y en aquel instante contaba con John para retirarle el pelo. Ahora estaba sola y su pelo hecho un asco. Sin pensárselo dos veces se metió en la ducha.

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-¡¡Din, Din!! -gritaba Tara, cuchara en mano, desde su trona.

-¿Ésta? -preguntó Nathaniel, mostrándole a la pequeña un CD con la portada cargada de perros moteados.

La niña gritó una negativa.

-Eli. Din -pidió la muchacha, delatando la posición de Elizabeth a Nathan.

Ella les miraba, sin ver, desde el quicio de la puerta del salón. Arrastrando los pies como un zombi, se acercó a la estantería de las películas. Él se apartó para dejarle paso. Eli seleccionó de la colección una con un genio azul y una pareja sentada en una alfombra voladora en la portada.

-Aladino. Claro -se reprochó Nathaniel.

Elizabeth no hizo comentarios. Se desplomó en el sillón de una plaza a la derecha de la U que éstos formaban. Nathaniel estaba sentado en la esquina más alejada del sofá grande, extremidad donde se encontraba la trona con la nena. Tara había comenzado a comer. El silencio se podría haber cortado con un cuchillo si no fuera por la música de los dibujos. Él quería preguntar qué tal se sentía; aunque mejor, era visible que bien no. “Pero, ¿cómo podía estarlo?” Cualquier frase que él formulara en su mente era descartada por absurda antes de ser pronunciada. Pero tenía que decir algo. No podía quedarse callado como un bobo, mirando la televisión.

-¿Cuánto tiempo tiene?

-El mínimo. Dos años y medio, casi tres.

-Está muy pequeña para su edad -sugirió el-. Y habla muy poco.

-Su madre era pequeña -recitó ella con la mirada perdida en los colores acres del desierto que mostraba la pantalla de televisión. Señaló distraída con la cabeza el marco de plata con la fotografía que había estado inspeccionando anteriormente Nathan-. Y su desarrollo no puede ir más deprisa con los pocos estímulos que tenemos aquí.

-No es tuya -afirmó el.

-Por supuesto que no. ¿Cómo podría serlo? Sigo viva, aunque no lo parezca -respondió Elizabeth envarada y desafiante.

Aplastante lógica la de Elizabeth. En el dos mil ocho, hacía más de dos años ya, murió toda persona que quedara viva nacida antes del ochenta y tres. Los únicos supervivientes al día cero eran los menores, por aquel entonces, de veinticinco años. Curiosamente, o no tan curiosamente, ninguna niña nacida en el año limite o después, era capaz de concebir. ¿La teoría más extendida? La vacunas.

Hasta el ochenta y tres, todos los bebés recibían un número concreto de vacunas. Tras ese año algunas fueron retiradas por otras nuevas y jamás se volvieron a poner. Meses antes de que la gente nacida previamente a ese periodo comenzara a morir, enferma y rápidamente, una misteriosa nube negra como el azabache apareció. Cubrió las ciudades, dejándolas ocultas bajo un extraño polvo grisáceo. Tras que la nueve desapareciera, los más ancianos perecieron primero.

La plaga se extendió hasta acabar con todos, parándose en la gente que no había cumplido el cuarto de siglo. El extraño nubarrón no era el causante de la esterilidad femenina. Ya lo eran antes de su llegada, pero nadie lo percibió. ¿La hipótesis? El cambio de aquellas vacunas, que habían salvados sus vidas, las había privado de la posibilidad de ser madres. Por eso los estragos del día cero fueron tan terribles. Si eras madre en esos momentos, significaba que estabas muerta. Si eras hijo, tuvieras la edad que tuvieras, te quedabas sin madre. Así que, ¿cómo podía sugerir Nathan que Elizabeth fuera madre de Tara? Era un absurdo.

De todos modos Nathaniel prosiguió con su interrogatorio. Quería saber los detalles de cómo se conocieron ella y John. Ella los relataba con un hilo de voz ahogado y ronco por las horas de llanto. Era consciente de que Nathan no ignoraba ni un solo punto de la historia que le estaba narrando. La estaba examinando. Pero, ¿por qué? ¿Por qué Nathaniel era tan cruel de pedirle que recordara en voz alta todo aquello? “Te está poniendo a prueba” se advirtió a sí misma. “Quiere saber si estás lista para mantener, sin agujeros en el argumento, a buen recaudo, el legado de su superior y compañero… en… GOTHAM.” Habiendo descifrado sus intenciones, con la certeza de que su suerte había cambiado para siempre, Elizabeth contentó a Nathaniel. Escuetamente y sin ningún entusiasmo.

-Alexia y yo éramos las mejores amigas del barrio desde la infancia. Ella era un año mayor que yo. John iba a mi aula de instituto. Alexia repitió curso y los tres nos encontramos en la misma clase. Ellos dos se enamoraron. Salieron juntos y vivieron juntos. Unos seis meses o así antes del día cero Tara vino al mundo. -Ella recordaba cómo fue esa noche perfectamente, pero bien sabía que jamás debía dar los verdaderos detalles a nadie-. Después Alexia murió. Dejando a John solo con su hija de pocos meses y a mí sin mi mejor amiga. Los dos estábamos solos en el mundo. El dolor nos unió. -Eli gimió ante los recuerdos que distaban años luz de lo que estaba contando-. Aproximadamente trescientos sesenta y cinco días después John y yo nos casamos a los ojos de Dios. Un párroco recién ordenado nos dio su bendición y nos registró en uno de los últimos ayuntamientos que resistían. -Levantó la cabeza para mirar a Nathan. Él estaba observándola hablar pero en el momento que sus ojos se posaron desafiantes en él, tuvo que retirar la mirada. Simuló estar limpiando la cara de Tara de papilla y le dio la espalda-. ¿Contento? -gruñó ella, poniéndose en pie-. Prepararé la maleta antes de nuestro desahucio.

-Que no sea muy grande -bufó Nathan antes de que ella cruzara la puerta del pasillo.

Ella era muy lista. No quería que se enterase de ese modo de que tendrían que ir con él a Gotham pero… estaba poniendo todo de su parte para que el trámite no fuera duro. No quería herirla pero lo había hecho. Aun así se sentía irritado por la poca comprensión que Elizabeth mostraba hacia el papel que a él le había tocado jugar. No quería sacar a la familia de John de su hogar. No era justo, Johnny luchó con uñas y dientes para que ellas estuvieran allí. Era injusto. Pero… “ordenes, son ordenes.” Por el momento, pues él se había jurado traerlas de vuelta cuando todo se aclarase.
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2 comentarios:

Daniela Marconi dijo...

Hola monty,lo que mas me gusto fue:
-OMG desde el primer capitulo tuve la sensacion de que algo malo iba a pasarle a john pero no pense que tan rapido.De igual manera que haya sido de esta manera me parecio mejor
-La historia de tara y todo sobre la desaparicion de la humanidad me dejo OMG,monty que historia increible contada de manera magistral y muy original
-La aparicion de Nathaniel en la vida de eli y tara para cuidarlas me parecio muy bien y veremos como prosigue con las chicas
-Tara es un sol,pobrecita como va a sentir la ausencia de john me impresiono su acercamiento a Nathaniel fuemuy espontaneo
-Nathaniel me agrado su preocupacion fue muy sincera y se no que tambien esta sufriendo por la muerte de john
-Me quedo con esta parte del capitulo:
"Ella era muy lista. No quería que se enterase de ese modo de que tendrían que ir con él a Gotham pero… estaba poniendo todo de su parte para que el trámite no fuera duro. No quería herirla pero lo había hecho. Aun así se sentía irritado por la poca comprensión que Elizabeth mostraba hacia el papel que a él le había tocado jugar. No quería sacar a la familia de John de su hogar. No era justo, Johnny luchó con uñas y dientes para que ellas estuvieran allí. Era injusto. Pero… “ordenes, son ordenes.” Por el momento, pues él se había jurado traerlas de vuelta cuando todo se aclarase."

MontyBrox dijo...

Mil graciasssssss Danyyy por los comentarios jajaja me a encantado poder comprobar las sensaciones que despierta todo el contenido de la web, antes incluso de su apertura oficial jajaja, tu eres así y por eso te mereces todo lo mejor. Mil gracias de todo corazón

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