viernes, 17 de junio de 2011

CAPÍTULO 3. "PAPA JOHNNY"


Tu padre consiguió los materiales necesarios para acristalar la totalidad del ático. Gracias a ello disponemos de casi cien metros de invernadero. No cultivamos gran cosa y más bien es como tu propio patio de recreo. Tu parque infantil privado en las alturas. Yo escribo esto sentada en un banco de madera y forja arrancado de algún parque real. Al cobijo de un madroño traído del mismo lugar. Andrew se entretuvo meses atrás en construir un rudimentario hilo musical que ahora suena con lo que creo es un CD de Nickelback. Juraría que son sus grandes éxitos. El cielo de medio día es gris como el futuro. Bajo él, la música que tantas horas de ensamblar cables y viejos altavoces costó a Andrew hacernos llegar, me recuerda la negativa de John de traer a Lucia con nosotros. Sus motivos son tan reales como el sol oculto bajo las nubes. Pero no por ello deja de ser lamentable. Andrew ha trabajado en este pequeño pedazo de paraíso como si fuera para él.

Cerrando los ojos casi puedo ver cómo sería la vida con los cinco aquí. Ellos dos asarían salchichas en una pequeña barbacoa junto a una abertura de los cristales que nos protegen del aire y del frío. Mientras tú te deslizarías por el tobogán o serías mecida en uno de tus columpios por Lucia. Yo lo dejaría todo registrado como hago ahora. Para desmentir la creencia de tu padre de que la humanidad se ha acabado. Qué mejor prueba de ello, que una gran familia unida disfrutando de su tiempo libre.

 Tu risa resuena en las vidrieras desiguales. Levanto la mirada para verte y regreso de un golpe a la realidad. John no está, no huele a carbón caliente y Andrew juega contigo sin la compañía de su amada Lucy. Él ha tenido que subirte aquí para evitar el berrinche que acompaña la partida de tu padre. Te desarrollas como un rosal entre los cascotes de un derrumbe. Ya eres consciente del dolor que causan sus partidas y tratamos de ahorrártelo, sacándote de las inmediaciones para que no le veas marcharse. Se va a escondidas. Le cuesta, pero es capaz de los mayores sacrificios por tu bienestar.

Hoy mientras comíamos, he querido conocer los motivos que le arrancaban de nuestro lado. Sin levantar la mirada del plato e ignorando descaradamente mi pregunta me ha hecho conocedora de otra noticia nada agorera. El consejo de Gotham quiere que deje nombrado a un sucesor y los pasos a seguir si él falta. Mi apetito ha sobrevolado la mesa de la cocina y ha salido disparado por el ventanal. He apartado mi plato de losa negra hasta el centro de la mesa. Despacio, tomando aire sonoramente me he levantado para ir al baño por si las náuseas ganaban la batalla. John ha parado mi retirada cogiéndome la mano entre las suyas.

-Sólo es un trámite -ha dicho a mi espalda en tono tranquilizador.

-Sólo un trámite -he repetido incrédula, mirando al infinito del vasto descampado visible desde la ventana.

Tu padre ha retirado su silla de la mesa y, tirando de mí, me ha obligado a sentarme sobre su regazo. A veces da la sensación  de que no hace diferencias en el modo de tratarnos a las dos, como si ambas tuviéramos tu edad. Como si yo no fuera plenamente consciente de lo que implica y lo que se ha de asumir tras la petición del consejo de Gotham. Me ha pedido que no me sintiera mal por ello, que sólo eran medidas de precaución absurdas pues no pensaba faltar en este mundo durante mucho tiempo. Que seguramente su elegido hubiera muerto de viejo, al igual que él, para cuando sus comandas fueran necesarias. Esto no me ha tranquilizado nada y el tono paternalista usado por John ha provocado que mi cinismo más adulto aflorara.

-¿No habrás tenido a bien dejarme un sobre en la mesita de noche con las indicaciones a seguir cuando ese día llegue?

Un pequeño reflujo de mal humor ha intentado apoderase de tu padre. A tiempo de ser evitado, una comprensión absoluta ha ganado terreno en él. Te ha mirado como a la mayor de las creaciones. Ha asentido para sus adentros y me ha jurado con gran solemnidad que no debía de preocuparme por ello. Que nada nos faltaría si él lo hiciera.

-¡Nos faltaría lo más importante! -he estallado gritando, poniéndome en pie y alejándome-. ¿No llega bien la sangre a esa cabeza de chorlito golpeada tuya? ¡¡NOS FALTARIAS TÚ!!

Mi detonación te ha sobresaltado y has roto a llorar asustada, a la vez que yo corría por el pasillo para encerrarme en el dormitorio. A mi paso por el salón he visto cómo Andrew abría la puerta de la casa e introducía su cabeza, alarmado, para comprobar la razón de los gritos que había escuchado desde su puesto. No he podido evitar mirarle furiosa como si él fuera el culpable, nada más lejos de la realidad.

-La he atemorizado –lamento cuando John entra en el dormitorio.

-No te preocupes. Ya se ha calmado. Está con Andrew.

Afligida por mi comportamiento agacho la cabeza ante el hombre más responsable del planeta. No me extraña que me trate como una niña de tres años, me comporto como tal. Cosa no muy buena cuando los adultos escasean sobre la faz de la tierra. No ayudo en nada a tu padre a comportarse honorablemente. Mis arrebatos acrecientan sus ganas de mandar todo a paseo y comportarse como un ser egoísta. A solo centrarse en nosotros sin importar nada que no seamos… nosotros. Ni la sociedad, ni sus obligaciones autoimpuestas como líder, nada.

-Nombrarás a Andrew como tu sucesor -he afirmado segura de mí misma cuando él se ha sentado junto a mí.

Estaba al borde de la cama con las piernas recogidas sobre ésta a lo Buda y él me ha cogido de nuevo las manos. Ha negado con la cabeza y ha añadido una breve explicación. Tenía para él otros planes. Tirito al imaginarme que obligara al consejo a mantenerle junto a mí si a él le pasara algo y nunca regresara. Recalca el tiempo que Andrew lleva alejado del terreno de combate, como si pretendiera que olvidara su verdadera razón. Quien ocupe su lugar debe de estar en plenas facultades de sustituirlo en las líneas de búsqueda y reconocimiento. Dominar los entresijos de la red de poder que se ha establecido. Conocer de primera mano los parámetros de actuación del consejo y demás palabrería que vuela a través de mis conductos auditivos sin fijarse en ningún lugar concreto de mi entendimiento.

-Nombraré a Nathaniel como mi mejor elección. Dejaré órdenes de que se ofrezcan voluntarios al puesto, que los soldados elijan a otro hombre y que el consejo de Gotham vote por su nuevo líder en mi ausencia. -Paralizada por su frialdad al hablar de su muerte he guardado silencio-. En mi ausencia o mi dimisión. -John ha sonreído ante mi tensión momentánea-. Descalza sobre tu edredón de plumas, ya no es tan tentadora la idea de mudarte a un bloque de oficinas mal acondicionado. ¿Verdad?

No me enfado por su insinuación sobre mis malcriadas ideas. No deja de ser un muchacho atolondrado que ya no ve claramente la realidad. Es testigo de tantas atrocidades ahí fuera que no dudo por un segundo que su razón está nublada. Ladeo hacia ambos lados la cabeza en señal de reprimenda. Tomando su cara entre mis manos le beso en los labios. Le sonrío con la misma ternura que una madre lo haría a su hijo de cinco años, que no entiende por qué ha de irse a la cama pronto.

-Pobre Johnny, pobre, pobre niño bobo. No entiende a la loca de su mujer en absoluto. -Él se ha reído nervioso, como si de verdad estuviera preocupado porque se me haya ido la cabeza-. Nunca la idea de tu dimisión es tan tentadora como en los momentos que estás junto a mí, o en los que toda esta opulencia pretende llenar tu ausencia. Quema este edredón, enciérrame en un dormitorio de seis por seis o menos, contigo y con Tara. De donde sólo salgamos para hacer trabajos forzados por ocho horas. A donde regresemos para estar juntos los tres durante el resto del día. Hazme compartir baño con veinte personas  y ducharme con agua fría todos los días. Comer gachas y sopa de sobre como único alimento siete días a la semana. Que cada tarde al regresar a nuestro cubículo, juntos, seré la mujer más feliz sobre la Tierra. La perra con más suerte del mundo.

-Cierto -ha cedido él al terminar de hablar yo, mirándome dolorosamente divertido-. Te has vuelto loca, mi reina. No te muevas de aquí mientras pregunto si algún habitante de Gotham terminó sus estudios de psiquiatría. -Se ha levantado y yo le he seguido-. Quieta ahí.

Jugando me ha repetido su orden de permanecer en la cama, obligándome a sentarme. Le he arrastrado hacia mí dejando caer todo su peso sobre mi cuerpo, desafiándole a retenerme en el lugar con sus propios medios.

Una hora después, tras dormir como un cuarto de ésta, me he despertado cubierta por la misma colcha que había ofrecido para una fogata. Reclinándome he podido ver una maraña de cabellos color chocolate revueltos en el reflejo de la puerta del armario. Intento peinarme mientras de reojo observo cómo John, vistiendo ya sus ropas negras de trabajo, rellena una bolsa de deporte del mismo color con mudas limpias de un estante. Le reprocho el que me haya dejado dormir, y él le resta importancia indicándome que sólo lo he hecho por unos quince minutos. No quiero que se vaya y una gran losa de piedra oprime mi pecho, haciendo que un nudo se apreté dolorosamente en mi garganta.

-¿Cuándo? –pregunto, atragantándome con el aire que divide en dos, con un lamento, la palabra.

-No lo sé -susurra él cerrando la puerta del armario, sonriéndome triste en el reflejo del espejo que esconde las baldas de ropa frente a él-. Pero te juro que será pronto esta vez. -No le creo, pero no se lo recrimino. Sé que él estaría encantado de poder sostener su falsa promesa.

Sentándose en la cama junto a mí ha tratado de amansar mi pelo con sus dedos, ha sonreído sin mirarme a los ojos. He capturado los suyos y me he abalanzado sobre él. Con un puñado de mi melena enredado fuertemente en su mano me ha estrechado contra él.

Algún día conocerás el estado en el que a veces se sumerge tu padre cuando te tiene entre sus brazos. Sus músculos se engarrotan por el ansia y los nervios, te oprime con fuerza casi impidiéndote respirar. Y a diferencia del miedo o el dolor que podría causarte este momento, te sientes en el lugar más seguro del planeta mientras sus dedos se hincan en tu piel. Si permaneces quita o le devuelves el abrazo, sus manos convertidas en garras se van aflojando y sus mimos se vuelven mariposas que cubren tu pelo y tu piel, mientras, jadeante, recupera la paz. Nunca llores, o su presa jamás se abrirá. Como si febrilmente tratara de mantenerte junto a él, alejándote de los monstruos que originando tus lágrimas amenazaran con llevarte lejos.

Su ánimo era alegremente falso cuando hoy se ha despedido en el salón, antes de que Andrew te llevara a la azotea para que no le vieras irse. El cambio drástico de su gesto al mirarte salir cogida al cuello de su camarada atestigua lo complicado que es para él respetar sus propias reglas. Hemos aprovechado los últimos momentos de nuestra solitaria intimidad para besarnos y palparnos los rostros. Como si tratáramos de memorizarlos táctilmente.

-Regresa -le exijo, suplicante, acariciando la falta de pelo provocada por una brecha en su ceja izquierda.

-Lo haré.

-Pronto.

-Lo intentaré.

Aprieta mi cara con ambas manos y nos besamos de nuevo. En secreto pido a Dios la fuerza necesaria para retenerle contra su débil voluntad. Tu padre siempre tiene que separarme de él haciendo presión para que le suelte. No le pongo fácil la tarea de partir a cumplir sus obligaciones y pido perdón por ello en voz baja. En el mismo tono, él reconoce lamentarlo también. Avanza hasta la puerta aún sosteniendo mi mano, que se separa de mi costado guiada por la suya. Con los nudillos da unos golpes en la entrada, que sirven como señal para que Piti entre y le ayude a cargar con los enseres que ha de llevarse hasta el furgón que le espera hace veinte minutos en la puerta. Piti entra, con la cabeza gacha, toma las bolsas encaminándose hacia la calle. Tu padre le sigue sin soltarme. En el quicio de la puerta mis pies se bloquean solos, sabiendo que no deben  pasar de ahí tras John. No nos soltamos y nuestros dedos se estiran extendiéndose hasta que no dan más de sí y se separan. Momento en el que tu padre vuelve la cara para mirarme de lado con una media sonrisa que no adquiere la fuerza necesaria para imprimirse en sus ojos. Un segundo y nuestros ojos también se separan sin saber cuánto tiempo ha de pasar para verse de nuevo.

Hoy me he quedado en la puerta hasta verle desaparecer  tras cerrarse las puertas del ascensor. No he podido contenerme. Al segundo de unirse las dos hojas de metal, me he pegado a ellas desesperada.

-¡¡John, te quiero!! -he gritado a través del metal.

Una horrible sirena ha comenzado a sonar estridentemente. Sobresaltándome he retrocedido. Alguien subía a toda prisa por las escaleras y sus pasos resonaban por todo el rellano. He querido correr en dirección a la casa pero el miedo no me ha dejado. Al fin he visto el rostro de quien con sus pesadas botas militares aporreaba los peldaños ruidosamente. Reteniéndome me ha zarandeado por los hombros. Sus pupilas se han clavado en las mías, dilatadas hasta el punto de cubrir el color del iris por completo. Con sonrisa de niño malvado me ha tomado por la nuca y la cintura.

-Te quiero, Elizabeth. -He trepado sobre él, abrazando su cintura con mis piernas. Nos hemos besado de nuevo hasta quedar sin aliento.

Al mirar a tu padre a los ojos he visto una pizca de divertimento culpable. Me he girado y he descubierto a Andrew pistola en mano, con el cañón apuntando al suelo. Ha corrido alertado al oír la alarma. He descendido poniendo de nuevo los pies en el suelo. John se ha disculpado con él. Alegando haber olvidado decirme algo. Recordándolo dos pisos más abajo del nuestro, ha pulsado el botón de Stop del ascensor. Como si no acabara de hacer saltar el corazón de Andrew fuera de su cuerpo, le ha golpeado, gracioso, en el hombro.

-Cuida de mis chicas -le ha pedido antes de marcharse al trote escaleras abajo.

Entre risas Andrew y yo hemos subido a tu encuentro. El enorme soldado castaño, te había dejado a buen recaudo en tu corralito, antes de correr vertiginosamente hasta la puerta de casa para encontrarse con tus apasionados padres.

Ahora sólo nos queda echarle de menos y rezar por que vuelva pronto, sano y salvo.

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Estaba oscureciendo. Elizabeth se reunió con Tara y Andrew junto a los columpios. Era hora de entrar y preparar algo de cena. Ella abastecía de comida casera caliente a los dos hombres de confianza de John y ellos la degustaban en un salita improvisada en uno de los dormitorios vacíos más cercanos a la entrada de la casa. Tara y ella cenaban solas en la mesa baja del salón frente al televisor, viendo por centésima vez un DVD de dibujos animados.

-¿Johnny? -preguntó la pequeña, tirando del jersey lila de Elizabeth. Parecía acabar de percibir la ausencia de su padre.

-Papá vendrá más tarde -mintió a la pequeña, sorbiendo por la nariz que le gotea al proferir ese anhelo en voz alta.

-Johnny… Ahora… -gritó Tara, golpeando con la cuchara de plástico el plato del mismo material, haciendo que la papilla volara por todas partes, salpicando el jersey, los vaqueros y el pelo de Elizabeth.

-Vendrá más tarde -repitió ella pacientemente, quitándole la cuchara a la niña sentada en la trona.

-¡NO! -chilló Tara, metiendo sus manos en el potito, agitándolas y esparciendo su alimento por toda la estancia-. Papá ahora. Papá ahora.

La desesperación de la rabieta de la cría, unida a la lápida que caía sobre Elizabeth al escucharla llamar “papá” a John por vez primera y él no poder escucharlo, la superaron. Cegada por su estado tomó el plato con dibujitos rosas de Tara y lo estampó contra la puerta. O eso pretendía. Pero la mal suerte quiso que en ese mismo instante la puerta fuera abierta por el pelirrojo Piti. Cargaba con los platos recién fregados tras su cena. El objeto de su ira se estampó contra la pila de utensilios que portaba el cabizbajo guardián, haciéndolos caer al suelo. Los vasos y varios platos de loza negra acabaron en el suelo, estallando en mil pedazos.

El ruido sobresaltó a la pequeña, que continuaba gritando sus exigencias, y rompió a llorar. De pie junto a su trona Elizabeth no sabía si reír o llorar. El muchacho pelirrojo se agachó raudo a recoger el estropicio sin mentar palabra. La niña lloraba y Elizabeth permanecía paralizada. A los pocos segundos, como era de esperar, Andrew atravesó el umbral del infierno privado que allí se había apostado. Observó los tres puntos de conflicto. Su subordinado recogía pedazos de lo que antes era una copa de vino carísima. La pequeña Tara lloraba desconsolada tirándose de los rizos. En el centro del caos reinante, Elizabeth. Un ojo menos preparado hubiera pensado que el caso urgente era la niña de unos tres años cubierta de puré que sufría una rabieta de las de cortar la respiración, y no la mujer que contaba con algo más de un cuarto de siglo de vida, que ajena a los gritos de la criatura parecía mirar con suma calma cómo un avergonzado soldado limpiaba el suelo. Pero la experiencia de Andrew en esa casa le advirtió en seguida de que las prioridades no eran las que cualquiera daría por lógicas.

-Piti. Atiende a Tara -mandó sin mirar a su compañero, con la vista escudriñando a Elizabeth.

Tenía los puños fuertemente cerrados, caídos a los costados. Le temblaba el labio inferior. Su mirada no estaba posada en los restos de cristales y loza. Tras dejar su tarea junto a ellos Piti, ella no aparentaba captar ninguna diferencia. Como tampoco parecía haber captado ni los llantos de Tara ni la entrada y orden de Andrew. Sus ojos vidriosos estaban perdidos en el infinito. Si nadie interfería podría haberse pasado en ese estado catatónico horas, para después romper en una histeria descontrolada que la llevaría a acabar con cualquier pieza de vajilla que encontrara a su paso o un ataque de ansiedad que la llevara a una taquicardia acompañada de una hiperventilación. Para Andrew no sería la primera vez que tendría que atender un caso de ese tipo en Elizabeth. Desde adolescente padecía de graves ataques de ansiedad que la invalidaban en momentos de estrés.


Él se situó detrás de ella y posó una mano en su espalda a la altura de la cintura. Con mano firme tomó a Elizabeth por el antebrazo y la llamó suavemente.

-Eli.

Ella le miró como si acabara de percatarse de su presencia, y así era. Sus ojos desorbitados dejaron escapar una gota que rodó por su mejilla. Andrew comenzó a andar llevándola al dormitorio. Sin romper en ningún momento el contacto visual le sonrió tranquilizadoramente, como si nada hubiera pasado. Hizo que se sentara en la silla del escritorio, de madera lacada en blanco, y se agachó para que sus caras quedaran a la misma altura. Tenía que hacerla volver, pero con calma. Le preguntó qué había sucedido, recogiendo sus manos entre las suyas. Elizabeth tardó en responder. Cuando lo hizo, su voz salió en un susurro rasposo.

Ya no era la única que sufría la ausencia de John, ahora la niña también lo hacía. Su padre se perdió su primera palabra: Johnny. Sus primeros pasos. Y a la lista debían sumar la primera vez que dijo “papá”. Lo sentía tantísimo por la niña, por ella y por John… Como remate sus ropas, el salón y su pelo estaban cubiertos de menestra y ternera en crema, cuatro platos y dos copas habían pasado a mejor vida, y había hecho que Piti pasara un mal trago.

-Con lo vergonzoso que es, el pobre Piti –hipó, rompiendo a llorar.

-¿Quieres que le haga venir para que puedas disculparte con él? -sugirió condescendiente entre risas Andrew.

-Sí, por favor -respondió ella, limpiándose con la manga la cara.

Andrew llamó a voces a Piti sin apartarse de ella. Su compañero apareció en el umbral del dormitorio. Tenía la cara llena de refregones marrones. Tropezones de guisantes verdes y ternera se habían adherido a su pelo. Cargada en una cadera, Tara jugaba con sus chapas y chuperreteaba el plástico silenciador de una de ellas.

-Señora.

-Lo siento mucho, Piti -se disculpó ella, pero su solemnidad quedó manchada por la sombra de una carcajada-. De veras que lo sien…

Rompió a desternillarse con una risa lacrimógena. Se incorporó para recibir a la niña que le mostraba triunfante el colgante del pelirrojo. Con un ligero manotazo y un “No, caca” retiró el improvisado chupe de la boca de Tara. Limpió las babas de las láminas grabadas contra la pernera del pantalón y las intercambió con Piti por la pequeña. Repitió sus dispensas. Él las aceptó y pidió permiso para retirarse a asease si ya no era necesario allí. Con un gesto Andrew le indicó que se podía marchar. Con otro pidió a Elizabeth que se sentara de nuevo en el escritorio. Creía tener otra idea que ayudaría a Elizabeth a sentirse mejor. Orgulloso por su ocurrencia, las dejó en la habitación y salió al salón donde estaba la emisora.

-¡Eli, corre, ven! -la llamó a voces, cerrando el intercomunicador para que nadie oyera que se dirigía a la mujer de John con un diminutivo. Ella apareció en el acto, llevando a la niña consigo-. Es Johnny.

-¡¡Johnny!! ¡¡Johnny!! -chilló feliz la pequeña Tara, dando saltitos sobre la cadera de su portadora.

A Elizabeth se le iluminó el rostro al comprender las pretensiones de Andrew, y le estampó un beso en la mejilla al agacharse para arrebatarle el micrófono. Comprobó que John la recibía. Él preguntó amedrentado si todo estaba bien, puesto que Andrew había tenido que buscarle canal tras canal debido a que no habían tenido tiempo de asentarse. Era pronto para que Elizabeth estuviera desesperada por oírle y solía ser él quien establecía el primer contacto cuando era fiable hacerlo. Ella le aseguró que todo estaba perfecto en casa. Que Tara tenía algo que decirle.

-¿Tara? -preguntó él fuera de sitio totalmente.

-¡¡Johnny!! -gritó la criatura como respondiendo.

-No Tara, eso no. Lo otro. Venga, Tara, díselo -la animó Elizabeth.

-¿Tara? Hija.

-PA… -La niña miró a Elizabeth y Andrew con complicidad, ellos la hacían gestos alentándola-. Pa… Papá. ¡¡PAPÁ, PAPÁ!! -se alborozó, repitiendo una y otra vez la palabra que había creado tanta expectación.

Elizabeth quería asegurarse de que John había oído a su hija. Le preguntó y él, distraído por la voz cantarina de su hija, tardó en responder.

-Sí, Eli. La oigo. Todos en la furgoneta la están escuchando.

John estaba dichoso. Sus compañeros vitoreaban jubilosos y él se unió a los gritos de regocijo. La niña se calló cohibida por el alboroto. Su padre se percató y con un gesto mandó guardar silencio al reducido batallón. Todos enmudecieron.

-Tara, cariño. Dilo otra vez. -La nena miró a Elizabeth dudosa. Desconfiaba si le gustaba el jaleo que retransmitía la radio de voces graves-. Por favor, cielo. Repítelo.

-John, intenta que tus chicos no griten esta vez -aconsejó cariñosa Elizabeth. Ella escuchó cómo hizo llegar su marido esa sugerencia al resto de hombres apiñados en la furgoneta-. Vamos, Tara. Díselo, amor.

-Pa… pa… PAPÁ -John rió y su risa llegó a la pequeña, que animada lo repitió otra vez-. Papá, papá. Johnny. Papá Johnny.

John tragó saliva y se despidió de su familia conteniendo a duras penas las lágrimas de orgullo.

-Os quiero, chicas.







1 comentarios:

Daniela Marconi dijo...

hola monty lo que mas me gusto fue:
-john omg como adoro a este hombre es tan fuerte causa una admiracion ta grande.Es una mezcla rara porque siento como que el sabe que tiene que conciliar su responsabilidad y su familia.Lo hace con tanta enteresa y amor que es imposible no adorarlo
-eli es la mujer perfecta como cuida de john y tara,esa criatura adorable.
-eli es sin duda la paz de john a su regreso y es capaz de ver la hermosura en todas las cosas como en la escena del invernadero
Me quedo con la despedida de john y tara:
"Pa… pa… PAPÁ -John rió y su risa llegó a la pequeña, que animada lo repitió otra vez-. Papá, papá. Johnny. Papá Johnny.

John tragó saliva y se despidió de su familia conteniendo a duras penas las lágrimas de orgullo.

-Os quiero, chicas.
"

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