viernes, 17 de junio de 2011

EXTRACTO "MOMENTO AFEITADO"


-Te has dejado un poco ahí -le señaló Eli entre la oreja y el cuello.

-¿Aquí? -Eli negó y le señaló de nuevo-. ¿Dónde? No me lo veo. ¿Te importaría…? -se rindió Nathaniel, ofreciéndole la cuchilla.

-No, claro -respondió ella, tomando la hoja de afeitar-. Tuve que aprender a la fuerza cuando mi hermano se rompió las dos muñecas con la moto. Además, lo de seguir indicaciones no es lo tuyo.

Ella le sugirió que se apoyara sobre el mármol de los lavabos para que le diera más luz. Elizabeth en un principio tenía intención de acercarse lo mínimo a él y sólo repasar ese trozo de difícil acceso, de su mandíbula. Últimamente las primeras intenciones de Eli siempre se quedaban en eso, intenciones. Estaba tan concentrada que no percibía que se iba acercando a él, para ver y apurar mejor. Sin percatarse acabó totalmente entre sus piernas apoyando su peso en él. Nathaniel se mantuvo quieto con la barbilla apuntando al techo. Antes de darse cuenta, Eli estaba enfrascada en la tarea y le estaba afeitando por completo. Tan natural como si se lo hubiera estado haciendo todos los días de su vida. Nathaniel permanecía con los ojos cerrados tan relajado y a gusto que pensó que se echaría a ronronear como un gatito. Era tal su cansancio que apenas fue consciente de que unía las manos en la espalda de Eli, pasándole los brazos por la cintura. Ella igualmente pareció no percibirlo, no importarle o las dos cosas. Y así fue guiando la barbilla suavemente con su mano, ajustando la inclinación correcta  mientras él se dejaba hacer.
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EXTRACTO "BAÑOS COMPARTIDOS"

   

Eli tenía que salir de allí antes que él. No sabía por qué se sentía cohibida en ese momento. Ya había estado más veces en el baño con más gente, incluido él. Un extraño cosquilleo de vergüenza la impulsó a ponerse en pie, recolocarse las ropas y salir escopetada. “Tarde, Eli. Como siempre, tarde.” Frente a ella Nathaniel. Desnudo, mojado y con una toalla blanca en la cintura.

No quiso hacerlo, pero lo hizo. Escaneó cada centímetro de él, de pies a cabeza. Nathan estaba de espaldas a ella y no la había visto. Estaba tan musculoso como prometía estarlo cuando llevaba ropa puesta. Bien. Ahí estaba, el porqué aquella vez era diferente a las anteriores en las que habían coincidido en el baño. Nadie sale vestido de la ducha. Elizabeth se moriría antes de decirlo en voz alta pero… le gustaba en demasía lo que estaba viendo. Estaba embobada siguiendo el recorrido de las gotas de agua que descendían por aquellos anchos hombros, deslizándose lentamente piel abajo por todos esos músculos hasta desaparecer en el suave algodón blanco de la toalla en la cadera de Nathan.


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EXTRACTO. "MAGO DE OZ"

     

-¡¡Tú también padecerás mi cólera!! -dijo divertido, falseando la voz para darle un tono aterrador a la vez que trataba de arrastrarla por la muñeca hacia abajo.

-No -rió ella, cortada-. No seas ganso, Nathaniel.

-Ayudadme, mis valientes soldados -gritó él-. Es la Bruja Mala del Oeste. Daros prisa antes de que mande a sus monos voladores a por nosotros.

A su orden los niños se levantaron enloquecidos y saltaron sobre ella. Tara y Tomy la sujetaban por las rodillas, Sammy la rodeaba por la espalda, atrapando sus brazos mientras Charlie ayudaba a su tío tirando de ella por el otro brazo. Eli tuvo que ceder para no caer de golpe al suelo. Cuando estuvo de rodillas, Nathan la cogió por las muñecas y la obligó a tenderse en la moqueta azul. Él la retenía sentado tras su cabeza sujetándole las manos al suelo.

-Todos, a hacerle cosquillas. Hasta que se quede sin poderes de tanto reír -mandó Nathaniel y los chicos obedecieron.


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EXTRACTO. "POWER RANGER ROSA"

            

Le urgía un incentivó. Algo que le hiciera desear patear a los chavales con toda su alma y no darles una manta y un plato de sopa. Pensó en Tara. No era suficiente. Casi podía verla en cada uno de los rostros que venían hacia ella. No podía pensar en la niña sin pensar que ellos, también lo eran. Buscó y buscó hasta que lo encontró. Se dijo a sí misma que aquellos muchachos eran los que estaban en la oficina de los silos de cereales donde John fue herido casi… No, ellos eran los que le habían atacado por última vez en su vida. Surtió efecto. Y entonces… gritó de dolor. Patada, puñetazo, corte, salto, puñetazo, patada, corte.

Nathaniel redujo e hizo huir a sus atacantes malheridos y recuperó su arma. Una marabunta de cuerpos se alzaba ante él formando un círculo, dejándole fuera. Se acercó con premura para sacar a Elizabeth de su centro. Cuál fue su sorpresa cuando descubrió que ella se estaba defendiendo como… “Dios santísimo.” Era como ver una película mezcla de “Tom Raider”  y “El Señor de las Moscas”. Increíble. Patadas en el aire, puñetazos y llaves de lucha, un batiburrillo de estilos. Elizabeth estaba luciendo una destreza de combate que haría palidecer de vergüenza a muchos de los hombres que habían servido con él, además de una fuerza y coraje inmensos que por desgracia comenzaban a flaquear. Dos disparos de advertencia al aire y los muchachos centraron su atención en él. Cosa que Elizabeth supo aprovechar derribando a un par de atacantes más.
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CAPÍTULO 1. "PERROS CON SUERTE"

La humanidad ya no existe. O eso dice John. No quedan personas. Somos animales. Perros. Que se agrupan en manadas salvajes. La civilización ha muerto. Y con ella el gobierno, sus leyes y su protección. Han caído todas las comunicaciones. Sólo se mantienen dentro de cada una de las jaurías que forman la nueva comunidad mundial. Perros, somos como perros. Incluso nosotros.

Ya nadie vive en las ciudades. O casi nadie. Sólo pequeñas camadas de cachorros humanos. Grupos de tres o cuatro criaturas que no superan los dieciséis años de edad. Abandonados a su suerte, sus instintos más animales han aflorado. Perros callejeros. Pero los que han corrido algo parecido a una suerte mejor, no dejan de serlo. Viven en las zonas industriales. Manadas de hasta cuarenta miembros. Ninguno de sus componentes supera los veintiséis años. Ningún humano los supera en estos, nuestros días. Estas agrupaciones son lo más parecido a una civilización. En su gran mayoría capitaneados por jóvenes, ¿quién no lo es ahora en la Tierra?, militares. Quienes lucharon con uñas y dientes por conservar con ellos lo único que pose valor en nuestro nuevo mundo, la organización y las armas.

Los edificios de oficinas vallados, ya de por sí antes del día cero, son fáciles de custodiar. Están alejados lo suficiente de las urbes infestadas de niños salvajes. Pero no tanto como para hacer incursiones en ellas para buscar suministros. Cuentan con receptáculos, habitáculos y dependencias suficientes de múltiples tamaños y con ello facilitan una organización similar a la de un cuartel militar. Cuentan con dormitorios privados, compartidos y salas de reuniones. Múltiples cuartos de baños, comedores equipados y unas instalaciones con total autonomía. Su mantenimiento se puede realizar en su totalidad desde el mismo recinto perimetrado. Algunas agrupaciones, como a la que yo pertenezco, han sabido además aprovechar los recursos de las fábricas cercanas.

No hay consorcio entre los militares. No. Ahora todo se rige de manera diferente. Ya no pertenecen al mismo ejército. Sólo conocen y respetan a la gente que comanda junto a ellos. Sus antiguos compañeros de base. Sus familias. Hermanos, primos, parejas, algunos hijos, padres, ningún abuelo, ninguna madre. Todos los nacidos antes del ochenta y tres están muertos. No ha nacido un solo bebe desde hace dos años, desde el dos mil ocho.

¿He dicho que toda civilización se encuentra en las fábricas y edificios de oficinas de zonas industriales? Puede ser. Pero no es del todo cierto. Tu papá, tú y yo vivimos en nuestra pequeña utopía. Vivimos en el primer y último bloque de edificios que una compañía terminó de construir en un paraje algo apartado de la ciudad. Se suponía que esto sería un barrio nuevo. Un barrio donde vendría a vivir gente rica. En grandes pisos. Este fue el edificio piloto. Doce plantas, cuatro ascensores. Un dúplex gigantesco con ático solado, donde estamos nosotras. Se suponía que como éste habría diez edificios más. Ninguno llegó a levantarse. Sólo el nuestro. Y nadie más que nosotros lo ocupará jamás.

El edificio está rodeado por una valla electrificada. Custodiado constantemente por cuatro hombres de gran confianza para tu padre. Hacen guardia veinticuatro horas al día. Llueva, nieve, haga frío o calor. Aunque, como si el mundo llorase su pena, está casi siempre nublado. No conozco a quién nos guarda con tanto recelo desde abajo. Muchas veces con ayuda de los prismáticos los veo circunvalar la torre de pisos. Pero no sé sus nombres ni he oído sus voces. Únicamente sé de quien debe de ser la mano derecha de John. Y de quien ha de ser la diestra de éste. Sólo ellos han traspasado las puertas de nuestra casa. A Andrew lo reconocerás como un chico guapo. Castaño y de ojos almendrados color chocolate. Cumplió los veintiséis el mes pasado. Y como no podía ser de otra forma es tan fuerte y grande como tu papá. No hay vez que no te traiga alguna golosina escondida en algún bolsillo de sus pantalones de combate, y es quien nos distrae con sus batallitas cuando John está fuera. Tiene unos rasgos muy finos, que dificultan el creer que sea un tipo duro. Pero ha de serlo y mucho. Si no fuera de ese modo no estaría aquí.

Su compañero fiel siempre está junto a él en la puerta y le espera inamovible cuando él pasa las tardes junto a nosotras. Se llama Piti o todos le llaman así. Algo más bajito que Andrew pero igual de fuerte. Habrás visto su cabellera rapada al más puro estilo recluta, naranja como las zanahorias, cuando ayuda a John y su compañero a pasar las bolsas de víveres a casa. Tiene una nariz respingona y siempre evita mirarme directamente con esos ojos verdes esmeralda suyos. Es un chico de unos veinticuatro o veinticinco años, muy callado y vergonzoso. Pero igualmente sería una desfachatez poner en duda su mortal capacidad de velar por nosotras. No conozco a sus relevos en los días que hacen uso de sus merecidos descansos. Ellos jamás traspasan las puertas y yo, que no quiero conocer a nadie más a quien tenga que estar vergonzosamente agradecida, evito salir si sé que se encuentran de permiso.

Vivimos en una burbuja, Tara. Nuestra burbuja de mundo feliz particular. Tenemos toda una casa para nosotras solas. No tenemos que salir al exterior para buscar comida o cualquier otra cosa. Tenemos cubiertas todas nuestras necesidades básicas: alimento, un techo seguro, saneamiento, medicinas. Y contamos con todos los lujos que tu padre o cualquiera de los hombres y mujeres bajo su mando pueden facilitarnos. Tecnología, ropa, comodidades. Todo. Vivimos en una gran jaula de oro. ¿Libertad? Esto es el nivel máximo de libertad deseable sobre el planeta en este momento. La jaula no nos retiene a nosotras dentro, sino a todo lo malo fuera de ella.

Podríamos vivir en Gotham. Sí, así decidieron llamar al complejo empresarial ocupado por la milicia de tu padre. Es en honor a las películas de Batman. Eso es lo que pasa cuando el nombre de un fuerte es puesto por chicos que no superan los veintiséis. Podríamos vivir en un cuarto diminuto los tres, como único rincón de intimidad en unas grandes oficinas donde compartiríamos baño, cocina y todo lo demás. Con un montón de gente que no es nadie para nosotras y que por obligación se convertirían en nuestra familia. Podrías incluso tener que pasar horas y horas sola en una guardería. Mientras, en primer lugar yo sería instruida, y luego estarías allí durante mis salidas al exterior con alguna patrulla de reconocimiento o de recolecta. Y si no valiera para eso, cosa que dudo, pues pasaría mis jornadas limpiando o haciendo tareas domésticas para la manada. Allí todos tienen que ser útiles, nadie puede dedicarse por entero a un único niño. Sólo podríamos rezar por que la persona que establece las cualidades del resto determinara que mi sitio está en la guardería.

¿Te parece tan terrible como a mí? Seguramente sí. Pero no puedo dejar que olvides algo. Con todo y con eso, seríamos personas afortunadas. No sólo por el hecho de que, al ser quien es John, tendríamos un trato muy favorable. La estancia más amplia e incluso una especie de pisito para nosotras solas y mi posibilidad de elegir tarea o simplemente no realizar ninguna. Aunque no contáramos con ningún favoritismo. Con ninguno. Seríamos chicas con suerte por pertenecer a Gotham. Pues es de los asentamientos más fuertes y preparados. Viviríamos en el Manhattan de hoy. Soy consciente de que esta comparación es ridícula. Tu sólo sabrás de cómo era vivir en un sitio así por las películas, los libros y por los relatos de quienes te rodeen.

¿Por qué contamos nosotras con esta cantidad de buena ventura? Está claro, pero yo te lo explicaré, querida Tara. Por John, por tu padre. El hombre más maravilloso que Dios tuviera a bien poner en mi camino. A sus veintiséis años es un magnífico militar. Antes del día cero, era el joven más condecorado, con más méritos y rango de su edad en todo el estado. Su buena posición no era únicamente oficial, sino también social. Se ganó el cariño y respeto de todo aquel que se cruzara en su camino. Entre sus compañeros, sus subordinados, sus superiores, en el cuartel y en la batalla, amigos, familiares. Todo aquel que le conoció o le conoce le tiene en la más alta estima. Y por decirlo de algún modo, es el más alto cargo en Gotham. Tras el día del juicio final, cundo la catástrofe y los altercados pasaron. Cuando todo comenzó a ser lo que hoy es. Él nos sacó de nuestro lugar seguro, en el cual nos resguardábamos de la tormenta. Permanecimos en Gotham durante unos meses extenuantemente largos, durante los cuales se instauró la jerarquía de la pequeña ciudad. Él, como jefe máximo, exigió un refugio adecuado a su cargo, alejado de Gotham. Nadie objetó. Él da más a aquella pequeña comunidad de lo que jamás ésta podrá devolverle.

Así que, pequeña Tara, considérate la princesa soberana de un reino con nombre de ciudad de cómic. En un mundo donde, al parecer, ese será el mayor reino al que podrá aspirar ninguna monarquía. Eso me convierte a mí en la reina consorte. Cosa que no me halaga en demasía, sino que me obliga todos los días a estar en deuda con esa sociedad que me ha coronado o, mejor dicho, que ha coronado a tu padre. Que me condenaría a sentirme una inútil si no fuera por tu padre. John me obliga cada día a ver todo con otros ojos. Tu padre dice que no hay nada sobre el suelo de la Tierra que le haga continuar con su labor, aparte de nosotras.

Si él es el cerebro que creó Gotham, si es el cuerpo que lucha por esa ciudad y la mantiene en movimiento continuo, nosotras, según él, somos el corazón que bombea sangre a ese cuerpo y ese cerebro.

“Si os pasara algo yo moría al instante. Si nuestra gente me considera tan vitalmente importante, debe saber dónde reside mi fuerza, mi espíritu, mi alma, mi vida y mi razón. Tú y Tara tenéis la obligación de ser felices. Es la única manera que conozco para obligarme a salir y luchar por lo poco que queda en este mundo. Si todo lo que hago no basta para proporcionaros la felicidad, no encuentro motivo para la lucha.

¿De verdad te sientes culpable por el estilo de vida que llevas? A mí me da igual. Si eres más feliz corriendo la suerte de la gente de Gotham. Allí nos mudaremos. Tara es un bebé. Se adaptará a cualquier cosa. Yo dejaré mis partidas de búsqueda, mi trono y mi cargo. Saldré sólo en recolectas seguras, dejaré el Parlamento, pasaré más tiempo con las dos. Y Gotham encontrará un líder más apto. Sin debilidades.”


Reconozco que la idea me tienta muchas veces, tras oír sus palabras. Sin remordimientos, sin peligro, sin esperas por su regreso en vilo. Todas las salidas son arriesgadas, pero las de John lo son más. La seducción de esta idea es temiblemente fuerte. Sobre todo cuando, después de uno de sus reconocimientos de nuevo territorio, nos lo de vuelven magullado. Hasta el extremo de que Andrew y Piti tengan que introducirlo en casa, porque él solo no puede mantenerse en pie. Cuando Andrew pide a su compañero que se marche y hace llamar a un médico de Gotham. O cuando al fin nos deja solos tras comprobar que no necesita más que un baño, algunas curas de las que soy capaz de encargarme y descanso. En ese momento, en la intimidad de nuestro cuarto o nuestro enorme baño, yo limpio sus heridas o le ayudo a bañarse, es cuando las lágrimas brotan de mis ojos. Traidoras, sabiendo que son lo último que John necesita. El cielo sabe que trato de esconderlas de su conocimiento. Pero es como si tu padre oliera la sal que las forman.

-No llores, mi reina -gorgojea entre los gemidos de dolor de alguna magulladura que lamo cuidadosamente con una esponja empapada en jabón y agua tibia-. Sonríe. He vuelto herido de donde otros no volverán jamás. Soy un perro con suerte.

-¿Eso me convierte en una perra con suerte? -intento bromear mientras sorbo por la nariz.

-Sí, y a Tara en una perrilla con mucha más suerte -me recuerda él, intentando buscarte con la mirada con movimientos torpes y limitados debido a sus laceraciones.

Pero tú nunca estás allí. Jamás. O duermes plácidamente en tu cuarto o Andrew te está entreteniendo en alguna otra dependencia de la casa. John decretó tu exilio cuando sus circunstancias no fueran las adecuadas para tus pequeños ojos del color perfectamente conseguido de la mezcla entre los ojos marrones de tu madre y el verde grisáceo de tu padre. Pero su aturdimiento le hace olvidar por momentos que por tu bien decidió que no le vieras lastimado. Si consigue llegar hasta ti por su propio pie, estés donde estés, lo hace. Y olvidando sus heridas te levanta en vuelo. Sin recordar que a cada regreso tardío, contra su voluntad, tú pesas un poco más. Esconde una mueca de malestar por el esfuerzo y te achucha contra él. Como si de un ritual se tratara, tú te quejas de la presión blanda que ejerce sobre tu cuerpecito y te retiras de él. Para caer presa del embelesamiento y juguetear con sus chapas de identidad.

-¿Johnny? ¿Johnny? -Parece que le preguntaras que si ha venido para quedarse.

-Sí, papá ha venido para quedarse -responde él, adivinando tus pensamientos de niña resabida que pasa el día entre adultos poco variados.

Con gesto regañón él mira a Andrew, sabiendo que esa manera de llamarle sólo la has podido aprender de él. En secreto se pregunta celosamente si a su camarada le llamarás “Papá” y nadie anda tan falto de corazón como para hacérselo saber. Sé que interiormente se mortifica por no pasar todo el tiempo del mundo contigo.

-Vamos, perro suertudo. Hoy compartirás colchoneta con las dos. ¿Te parece? -No sé por qué pregunto, de sobra sé que es lo que su corazón está ansiando. Caer rendido junto a nosotras.

-No sé yo. Soy el perro alfa. ¿No merezco mi propia colchoneta?

Te arrebato de sus brazos cansados, fingiendo altanería, señalo el sofá con la cabeza y me alejo dando las gracias a Andrew. Quien después acompaña a tu padre hasta la puerta de nuestro dormitorio, para dormir con nosotras. Y hacernos sentir afortunadas de su regreso.

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-Elizabeth. John por radio.

La voz tras la puerta del dormitorio hace que Elizabeth deje de teclear en el ordenador el diario que se ha obligado a sí misma a crear para Tara. Tras la madera majestuosa de doble hoja y tono cálido del dormitorio Andrew la requería. Ella se frotó los ojos con cansancio y en el interior oscuro de sus parpados bailaron chiribitas de colores tenues. Estaba cansada. Había sido más difícil parar de escribir de lo que ella pensaba que le resultaría comenzar a hacerlo. Como un relámpago llegó a su mente un aviso. “Las comunicaciones han de ser cortas. No pierdas un segundo.” Se envara y velozmente se pone en pie sorbiendo los metros de moqueta color crema que la separan del trasmisor que la espera con las ansiadas palabras de John. Hace días que no sabe de él. Creía que se acostumbraría a estas separaciones y a la falta de noticias, pero a lo malo nunca se acostumbra uno.

Sin mediar palabra le arrebató el artefacto a Andrew de las manos. Él hizo rodar sus ojos en fingida desesperación. Aguardó en medio de la sala y esperó a comprobar que la comunicación no se había roto. Observó cómo Elizabeth rodeaba el más grande de tres sofás encarados en “U” hacia la pared que está cubierta por un mural de nogal, que contenía la televisión, las vajillas y demás ajuar adquirido en las misiones de recuperación en los barrios más ostentosos abandonados hace escasos dos años. Ella se sentó en el centro del sillón de tres plazas dándole la espalda. Andrew comprobó por la posición de sus hombros que estaba tensa. Elizabeth apretó el botón que la permitirá hacer llegar su voz a John. Dudó. Pudo notar cómo Andrew la observaba pacientemente y eso la inquietó sin motivos.

-¿John? -preguntó ansiosa.

Silencio. Ruido de interferencias. Andrew torció el gesto preocupado. Como si Elizabeth hubiera podido oír moverse los músculos de su cara contorsionarse en esa mueca, se giró y le miró anhelante, casi horrorizada. Él dio un paso hacia ella sobre el parquet pulcramente pulido del piso. Tendió una mano tensa hacia el intercomunicador. Los fuertes dedos de Andrew estaban a punto de cernirse sobre el negro material.

-¿Eli? ¿Eres tú? ¿Me escuchas bien?

-Sí, soy yo. Te oigo perfectamente, John.

Elizabeth se llevó en un gesto veloz el aparato a los labios, dejando tendida en el aire la garra formada por los dedos de su guardaespaldas. En el ruido que produce una manilla segundero en marcar su tiempo, se había puesto en pie. Había llegado a la enorme cristalera que va del suelo al techo de la estancia y que sólo muestra desolación bajo un cielo gris. En silencio, Andrew abandonaba la estancia cruzando la puerta que da al pasillo de la entrada del piso, cerrando ésta tras de sí.

En un turno de preguntas atropelladas, Elizabeth hace llegar a su marido todas sus inquietudes. Si está bien, si ha sido herido, cuándo volverá. Entre peguntas deseosas de respuestas, intercala palabras de amor desesperadas. Le añora y escuchar su voz ejerce como sal en la herida de la separación, más que como bálsamo. Ella hizo un gran esfuerzo por no sollozar mientras que silenciosas lágrimas resbalaban por su cara. Él conoce lo que significa esos intervalos de silencios en la dialéctica de su esposa, estaba llorando y luchando por que él no lo notara.

En un intento de distráela y abstraerse él mismo del sufrimiento que le acarrea estar lejos de Elizabeth cuando se siente así, preguntó por Tara. La niña dormía plácidamente en una cuna que cada vez parecía encoger más deprisa. A las cuatro de la mañana los rizos de Tara descansaban, sudados por el sueño, en una mullida almohada cubierta de una funda de suave algodón rosa a juego con el resto de las sabanas de su camita de barrotes de nácar blanco, en la habitación de ellos dos. Tara tenía su propio cuarto pero aún no había dormido ni una noche entera en él. Cuando John no estaba, Elizabeth se sentía demasiado sola para dejarla lejos de ella. Cuando su padre estaba en casa quería tenerla cerca a cada instante.

John recayó en la hora que era tras la explicación del paradero de su retoño. Le preocupaba que Andrew hubiera despertado a su mujer. John parecía estar siempre en su propio universo, regido por ningún horario, entre este mundo y el suyo. Ella lo achacaba al cambio tan abismal que él lleva de vida y situación constantemente. Un hogar idílico hoy, mañana un campo de batalla austero y cruel. Ella le aseguró que estaba despierta y él la reprendió, temiendo que se estuviera preocupando en demasía por su estado y esto le arrebatara el sueño. Elizabeth se apresuró a tranquilarle, pero no le contó cuál era su empresa antes de responder a su llamada. Su excusa: sin horarios de trabajo u obligaciones, sólo manteniéndose ocupada en cuidar de Tara, el tiempo se vuelve relativo. John recalcó su orden sobre Andrew de jamás despertarla por una comunicación suya. Esta vez su leal camarada le juro oírla teclear cuando él se puso en contacto con ella. Elizabeth le aseguró que así era, y sonrío para sus adentros recordando la conversación que tuvieron ella y Andrew cuando John impuso aquella norma.

-Cuando John no está, yo mando aquí. Si algún día descubro que ha llamado y no me has avisado… Haré que te manden a limpiar las letrinas de Gotham para el resto de tu vida. ¿Entendido?

Andrew asintió. No por temor a que se viera cumplida la amenaza de Elizabeth, sino porque comprendía lo que para ella significaban aquellas pocas palabras mezcladas con el sonido a lata hueca. Entendía el vacío que llenaban. El mismo que le golpearía si participase de alguna manera en el hecho de que ella se las perdiera una sola vez. Si él fuera John sufriría una gran lucha interna entre no dejar que su mujer se desvelase y se quedara aún más preocupada, y en hacer hasta que despertaran a su pequeña hijita para poder oír su voz. Las noches en campaña eran malas, muy malas. Él lo recordaba y estaría eternamente agradecido a su superior por darle este destino, y a la mujer de éste, porque con su existencia creaba la necesidad de su puesto. Andrew hubiera dado su brazo derecho por escuchar algo familiar estando allí.

-Dile que la quiero. ¿Lo harás? -preguntó John. Su voz, aunque retorcida por la intromisión de las hondas, era claramente cansada, por el agotamiento y por la calma que le bañaba después de saber que en casa todo estaba bien.

-Lo hago todas las noches aunque no me lo pidas.

-Te lo pediría todas las noches si pudiera, sólo por oír tu voz.

Los hipos de Elizabeth alertaron a John de su llanto. Y una pequeña daga de culpabilidad le fue asestada en el corazón. Con dolor acercó el micrófono a la ventana sin cristales de la nave de cemento donde se encontraban resguardos, pasando la noche. Lo abrió para que el viento aumentara los ruidos de las interferencias. De otra manera jamás sería capaz de despedirse de ella.

-Creo… Eli. Creo que estoy perdiendo la conexión. Te quiero, os quiero. Volveré pronto. Lo prometo.

-Yo también te…

La comunicación se cortó. John la cortó, en el acto más egoísta que estaba dispuesto a permitirse en este mundo. Si a sus oídos llegara el sonido de un “Te quiero” completo, en la voz rota por el llanto de ella, lo abandonaría todo. Regresaría a su casa en el primer blindado que encontrara dejando tirado a todo su batallón. Renunciaría a todo y se la llevaría a ella y a la niña a Gotham para vivir días más fáciles como soldado raso.
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CAPÍTULO 2. "LA HUMANIDAD YA NO EXISTE"

¿Cómo puedo sorprenderme aún de lo que es capaz un niño de siete años? Hoy John ha regresado y ahora duerme plácidamente junto a ti en nuestra cama. Os miro y me pregunto ¿de verdad le iría tan mal a Gottham con otro líder? ¿Tan mala sería la vida allí si de ese modo pudiéramos estar siempre como en este momento? La cicatriz que empieza a formarse en el centro del labio inferior de tu padre parece gritarme: ¡¡NO, NO ESTARÍA TAN MAL!!

Un niño salvaje de unos siete años se la ha hecho con un bate, cuando se adentraban en un bloque de viviendas, en la ciudad, en búsqueda de botiquines. John se está pensando crear un plan de reclutamiento para niños tan pequeños. Él cree que sería posible civilizarlos mientras sean tan jóvenes. En el consejo de Gottham están tratando de quitarle esa idea de la cabeza. Temen que su bondad acabe matándole, se quedarían sin su líder demasiado pronto. John cree que así los salvaría de las calles y que estaría previniendo a la vez que los que hoy son niños flacos, desnutridos, mañana se hagan adultos sin conocimiento, mucho más fuertes. Un grave problema más aún de lo que son ya.

Pero eso hoy a mí me da igual. Sólo me importa que él esté bien y que esté con nosotras. Eso es lo único que importa. El silencioso repicar de las chapas de John en tu mano no es suficiente para despertaros a ninguno de los dos, mientras tú en sueños te aferras a ellas. Tampoco lo es el sonido de mis pulsaciones sobre el teclado. Quiero unirme a vosotros dos, lo deseo con toda mi alma. Pero temo que al posar la cabeza en la desnuda piel del pecho de tu padre, cuando él me rodee con su brazo, me quede dormida. No puedo permitirme el lujo de dormir y perder un segundo de esta visión.

Esta tarde, cuando ha entrado por la puerta cargado de sacos de lona, tan llenos que amenazaban con reventar cubriendo el suelo del salón con medicamentos y ropa de bebé, a punto he estado de dejarte caer al suelo de la alegría. Por suerte Andrew ha estado rápido, ha soltado su carga y ha corrido a cogerte de mis brazos trémulos. Lo siento querida, pero no es bueno ser lo único que se interpone entre los brazos de tu padre y yo. Menos, cuando hace cuatro días que no lo veo. Detuve mi carrera hacia él a escasos diez centímetros. Primeramente tenía que comprobar que estaba entero. John ha dejado caer los sacos al suelo y ha abierto sus brazos para recibirme. Un traspié causado por el anhelo ha hecho que cayera contra su pecho y él tuviera que sostenerme. Mis labios no me han dado tiempo a recuperar la compostura, han buscado los suyos y los han encontrado antes de que pudiera incorpórame del todo.

Puede que leer esto te avergüence, él es tu padre. Pero quiero que comprendas toda la magnitud de los sentimientos que nos embargan estos días. Sólo así podrás entender por qué las cosas las hicimos como las hicimos. Ha sido tal la necesidad que teníamos el uno del otro que por momentos hemos creído que estábamos solos en el salón. John ha tomado mi cara y yo he respondido del mismo modo fundiendo nuestros labios sin reparos. Un pequeño quejido, una mueca de dolor en su cara me ha alertado, haciendo que me apartara. Escudriñando su rostro con detenimiento la he visto. Una franja rosácea. Cruzaba por completo el grosor del labio inferior de John inquiriendo unos centímetros en la piel de su barbilla. Apenas rozándola, la he acariciado con el pulgar y he podido ver con detalle la repetición del gesto de malestar en su cara. Con la emoción pasé por alto la hinchazón que acompañaba a esta nueva marca.

-Lo siento -he susurrado.

-No tiene importancia -ha respondido él, besándome la frente para ocultar a mis ojos el sentimiento que le ha producido recordar los hechos que han causado su herida-. Soy un perro con suerte.

-Lo sé.

Más calmados nuestros ánimos, él ha reparado en tu presencia en brazos de Andrew. Quien acercándose a nosotros te ha entregado a tu padre y, disculpándose, nos ha dejado solos. Como de costumbre, has buscado sus chapas y sin mirarle a los ojos has proferido su nombre en diminutivo con un sonido muy similar al reproche. Estás creciendo muy deprisa y eres una niñita muy lista. Que empieza a solicitar ser la primera en recibir las atenciones de su padre cuando regresa.

A mi pesar tengo que hacerte saber que el niño que atacó a tu padre no ha sobrevivido. Una chica normal se preguntaría qué peligro puede entrañar un crío de siete años para acabar muerto en una incursión. Pero tú no serás lo que antes se conocía por una chica normal. Y por mucho que tu padre luche por evitar que los detalles de sus batallas no nos lleguen, él no tiene el poder suficiente. Aparte, cuando crezcas aún le será más difícil lograr mantenerlos al margen de nuestra situación. Yo por el momento, recapitulo información pegando la oreja a la puerta tras la que aguardan Piti y Andrew mientras tu padre les da indicaciones, reciben noticias, órdenes y comandas a su regreso.

-¿Qué ha sido del chico? -escuché que Andrew preguntaba a tu padre en un susurro.

-Nathaniel lo ha matado -respondió John en un carraspeo seco-. Nathan es un buen hombre Andrew.

-Sí, hizo lo que se esperaba de él. Nadie puede negarlo.

-Siete años Andrew, siete años -ha gruñido.

-Eso ya no es un salvoconducto. Suele ser un agravante.



Tu padre lo ha descrito como un niño flaco de músculos marcados en exceso para su edad. De una agilidad y fuerza impensable a los siete años. Desdentado y con la boca negra. El pelo mugriento y falto en gran parte de su cabeza. Se lanzó sobre él, bate en mano, por el hueco de una escalera desde dos pisos de altura. Tras librarse de su presa, lo arrojó al suelo y éste envistió de nuevo contra él asestándole con el palo y causando la herida de su boca. Tirándole de nuevo al frío piso de las mugrientas escaleras ha tratado de entablar un dialogo con él. El chico ha sacado de entre los pliegues de un roñoso chándal, tres tallas más grandes que la apropiada para él, una pistola. En el momento que el cañón del arma se encontraba apuntando directamente a la hermosa cara de facciones perfectas de tu padre, un estallido ha retumbado por las sucias paredes del rellano. Los hombros de tu padre se han contraído al sobrecogerse con el ruido del disparo certero de Nathaniel. El tiro de su compañero, a quien no conozco en persona, había causado una abertura humeante en el cráneo del chaval. Que yacía inerte, en los peldaños de azulejos grisáceos. Por su rostro goteaba hasta el suelo la sangre. Ésta salpicaba la empuñadura de la pistola que había quedado entre los dedos lacios del chico. Tu padre, tras mirar agradecido a su camarada, se ha aproximado al cuerpo y le ha retirado el arma.

-Aire comprimido -ha murmurado tu padre al final de su relato.

-¿Perdona? -Andrew estaba confuso.

-Era -tu padre ha separado cada palabra lentamente-, una -y con cada vocablo su voz se ha ido volviendo más dura y rígida hasta acabar en un grito-, puta, pistola, de, aire, ¡¡COMPRIMIDO!!

Al segundo, el ruido de una mesa volcada al suelo me ha sobresaltado y he corrido a refugiarme en el salón. No he huido de la furia de tu padre, no. Eso jamás ha sido necesario. Sólo pretendía ahorrar a John la desdicha que le causaría saberme conocedora de los truculentos entresijos de su lucha. Lamento lo del chico en lo más profundo de mi alma. Pero las lágrimas que se acumulan en mis ojos no son por él. Las causa el recuerdo de otra vez en la que Nathaniel no estuvo cerca de tu padre para equivocarse.

Una vez en la que John fue sorprendido por un chaval algo mayor que el difunto esta vez. Él y sus hombres se habían dispersado por las instalaciones de unos silos de avena en buen estado, para dar por segura la zona. Se encontraba solo en la oficina central del complejo, registrándola. Cuando de debajo de una mesa una sombra surgió ante él. Unos once años de vida fueron suficientes para, por poco, terminar con la suya de un disparo en una pierna. El pistolero huyó dejando a John desangrándose en el suelo, durante una hora. Sus hombres le encontraron medio consciente y él ordenó que le trajeran a casa. Ellos trataron de convencerle de que era mejor llevarlo a Gottham y ser atendido por los jóvenes médicos de inmediato. Él creyéndose en sus últimos momentos insistió en regresar a casa y que un médico se desplazase hasta aquí. Quería despedirse de nosotras. Siempre será su última voluntad.

Estaba sentada contigo en mi regazo mientras Andrew nos narraba una de sus aventuras de cuando el mundo era mundo. Ésa en la que harto de suspender el examen de conducir blindados y borracho como una cuba, robó las llaves de un tanque. Y como resultado dio con tres columnas del patio venidas al suelo y tres semanas de arresto. Cuando Piti abrió con brusquedad la puerta y requirió de su presencia en un corto gesto. Dos segundos me bastaron. Dos segundos en los que sus ojos verdes se cruzaron con los míos. El pavor y la lástima que vi en ellos me aplastaron el corazón.

-Id a tu cuarto, Elizabeth -ordenó sin volverse para mirarnos Andrew.

Que usara mi nombre completo para dar la orden sin haber nadie más en la habitación que nosotros me asustó más que la mirada de su compañero pelirrojo.

-¡Id! -exigió al verme clavada en el sofá.

Le obedecí como un autómata sin respiración. Traspasé las puertas del dormitorio sin cerrarlas. El aire regresó a mí cuando con un golpe seco éstas fueron cerradas por alguien que quedó al otro lado. El blanco y crema del dormitorio giró alrededor de mí dando vueltas que aumentaban de ritmo con cada segundo. Mareada, temiendo por que al perder el conocimiento te dejara caer, te metí en tu cuna. Apoyé las manos sobre la barandilla de ésta y traté de recuperar un compás de aliento normal.

-¡ELI! -la voz en grito desesperada pertenecía a tu padre-. ¡ELIZABETH!

Corrí a su encuentro. Piti y Andrew guiaban a otros dos hombres que portaban una camilla. Andrew cortó mi paso, reteniéndome por los hombros. Soy alta pero él lo es más y, como luchar por apartarlo era inútil, traté desesperadamente de mirar por encima de su hombro mientras tu padre bramaba nuestros nombres. “Es la fiebre”, aclaró nuestro guardián. John estaba delirando por la septicemia que invadía rápidamente su sangre.

Todos lo sabemos. Si un tiro no te mata lo hace la bacteriemia. Enmudecí y el color escapó de mi cara junto con el último aliento que tomé en casi un minuto entero. Las voces de los hombres entremezcladas con los chillidos de tu padre, sonaban como una radio mal sintonizada en la letanía. Una mano se agitó frente a mis ojos a cámara lenta. Del mismo modo entró de nuevo oxígeno en mi boca. Esquivé en un quiebro a Andrew y me abrí paso entre los hombres a empujones y tirones.

El mundo había entrado en standby. Sólo cuando, tropezando medio a rastras, alcancé el borde de la cama sin vestir en la que tu padre estaba recostado, el tiempo volvió a fluir con normalidad. La fuerza de tu padre era sobrehumana y al tenerme junto a él tiró de mí. Arrastrándome a sus brazos, levantándome. Tomé asiento en la cama mientras me apretaba dolosamente contra su ropa de camuflaje, sucia y sudada.

-¡Marcharos! -gritó entre mis sollozos-. ¡TODOS! Andrew trae a nuestra hija -exigió en un error ocasionado por las abusivas décimas de su temperatura.

-¿A tu hija? -le corregí en un acto reflejo-. ¿A Tara? ¿Por qué?

No podía concebir que en el estado que se encontraba quisiera que le vieras así.

-Elizabeth tiene razón, John. No te estás muriendo, o al menos no lo harás hoy. No asustes a la cría, relájate y la traeré.

Tu padre no quiso entrar en razón, pero Andrew supo convencerle. Horas más tarde, cayó en una especie de letargo inconsciente por una semana. Durante la cual no me aparte de su lado ni un instante y temí por su vida cada una de las horas de sus siete días.

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Elizabeth decidió dejar de escribir cuando las lágrimas emborronaron su visión de la pantalla. Apagó el mini-portátil. Sigilosamente se introdujo en la cama a espaldas de John. Antes de posar la cabeza en la almohada se inclinó sobre el rostro de su esposo. Observó con calma sus enormes ojos gris verdoso, cubiertos por los suaves párpados terminados con una frondosa hilera de largas pestañas castañas y rubias. Mezcla que imitaba a la perfección el color pardo de su pelo. Estaba recién rapado y dejaba a la vista múltiples cicatrices. Una tras la oreja, otra junto a la frente, otra encima de su sien izquierda.

Ella se sintió tentada a acariciar y besar cada uno de sus cortes, curados tiempo atrás. Llevaba su dedo índice a la última adquisición de la piel de John, aquella que surcaba su grueso labio inferior. Antes de poder alcanzarla, su mano fue paralizada por la de John con brusquedad, sujetándola por la muñeca con fuerza. Asustada, ella se quedó congelada mirándole a los ojos. El terror era dueño de ellos. Ambos se miraron paralizados, como estatuas de mármol, por un eterno minuto conteniendo el aliento.

John escondió bajo el edredón un puño cerrado con fuerza y dispuesto para golpear al intruso. Cuando con pavor descubrió que no se encontraba en las trincheras. Estaba en casa, con su mujer y su hija. Mujer a la que había estado a punto de arremeter con todas sus fuerzas, confundiéndola con un enemigo infante que ha cruzado su perímetro de seguridad. Apesadumbrado y desconcertado fue relajando el puño hasta que la circulación recorrió otra vez sus articulaciones. La culpa le corroyó por dentro, sólo él podía convertir en peligroso el rincón más seguro para su familia. Nunca afirmaría haber estado tan cerca de golpearla, pero él lo sabría y eso le castigaría confidencialmente.

El fluir de la sangre le producía un cosquilleo en las yemas de los dedos, y la musculatura de su brazo derecho se había relajado por completo. Sólo en ese instante John sacó su mano del amparo de la colcha. La dirigió lentamente a la cara de Elizabeth, quien la recibió sin temor. La tensión había pasado y ninguno comentó lo sucedido. Él llevó la cara de su mujer hacia la suya y la besó lentamente. Acarició la parte trasera del cuello de ella, que permaneció tenso hasta la llegada de su ternura. John giró su cuerpo sin hacer que sus labios se separasen. La incitó a tumbarse por completo junto a él. Y la cubrió con la ropa de la cama. Una vez Elizabeth estuvo arropada, él se levantó llevándose consigo a la pequeña Tara.

La seda azul oscuro del ancho pantalón del pijama de John colgaba debajo de su estrecha cintura sobre sus recias caderas y siseaba con sus movimientos hacia la cuna del bebé. La desnuda piel de su espalda se tensaba al doblarse para dejar a su hija en la pequeña camita. Al encaminar sus pasos de nuevo al lecho conyugal Elizabeth pudo contemplar el amplio pecho de su marido. Hermoso, turgente, fuerte y garabateado por señales que formaban caprichosos dibujos en un tono más blanco que el de la piel que les hacía de lienzo. Esas marcas no restaban belleza a su cuerpo, no al menos a sus ojos. Eran como insignias al valor y al coraje impresas sobre una prenda que siempre acompañaría a John.

Elizabeth bebía de esta imagen como si un sátiro le hubiera prometido que sería la última vez que podría verla. John sonrió satisfecho al ver el pijama de ella, acompañado por su ropa interior, en el suelo junto a la cama. Ella se reservaba para sí la calma que había obtenido tras la confusión ocasionada por el incidente no tratado. Dormiría más tranquila sabiendo que él no lo hacía. Habiendo percibido que John es una presa difícil. Que nada le pillaría desprevenido. “Soy una perra con suerte” se dijo a sí misma. Recibió con ansia la piel de los robustos brazos de él y se fundieron en un beso que aventuraba la pasión que se desataría a continuación. Las caricias dieron paso al fuego y ninguno dio descanso al otro hasta caer agotados. Tras el vendaval la placidez llegó. Gozoso John descansó, abrazando por la espalda a su mujer desnuda. Ella se recreó en la sensación de paz que le concedía el sentir el dócil aleteo del aliento de su amado en la nuca.

-¿John? -Andrew interrumpió su reposo, golpeando en la puerta cerrada del dormitorio con los nudillos delicadamente. Únicamente le llamaba Johnny en sus conversaciones a solas con él o con Elizabeth y la pequeña-. Llaman de Gottham.


-En seguida voy –refunfuñó, y besó a Elizabeth en el pelo-. Eli, no tardo.

-¡No, ahora no! -se quejó ella medio dormida. Miró el reloj de la mesita. Eran las dos de la madrugada.

John vestía por completo su pijama al salir del dormitorio. La conversación con Gottham no llegaba a Eli. Sólo escuchaba susurros y se forzó a despejarse a la espera de su regreso para conocer el porqué de esa llamada tan molesta. A su vuelta John la encontró totalmente erguida y desperezada, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama.

-¿Cuándo? -preguntó ella con los ojos abnegados por las lágrimas contenidas.

-Mañana -respondió él abatido.

Ella no dijo más y se deslizó bajo las sábanas, quedando acostada de espaldas. John subió a la cama, sentándose de rodillas junto a ella. La tomó por el brazo delicadamente y la instó a volverse para mirarle. Elizabeth negó con la cabeza, apretando los párpados y arrebujando la colcha entre sus puños con frustración.

-Acabas de llegar -murmuró furiosa-. No es justo.

- Puedo partir a la tarde. Eso nos dará algo más de tiempo -intentaba consolarla él. Sin encontrar alivio para su propia amargura.

Elizabeth no quería unas cuantas horas de prórroga. Quería una semana, quería un mes, quería el infinito. Enfadada encontró la determinación para sacar un tema que estaba reservando para comentar con él unos días después. Le hizo llegar la petición formulada por Andrew a modo de sugerencia. Su guardián había insinuado que sería bueno para ella traer a alguien que la ayudara en la casa. Una chica de Gottham que hiciera de doncella para ella. Que también le granjeara algo de compañía femenina adulta.

Elizabeth hizo esta insinuación a John sin cambiar de postura con la mirada fija en el despertador. Él se extrañó. Elizabeth se mortificaba por cada una de las personas que estaban destinadas a su cuidado. Lo creía un derroche de recursos bochornosamente innecesario. ¿Y ahora quería una doncella? Para una casa donde la gran parte del tiempo sólo estaban ella y la pequeña Tara. No. No era propio de ella. Él lo sabía y puso en su conocimiento lo raro de su petición. Elizabeth expuso sus motivos, algunos propios, otros frutos secretamente vendidos por Andrew.

-Me paso el día sola con la compañía de Andrew. Hace siglos que no hablo con otra mujer. Aparte, él es un guardián, su trabajo no es entretenerme. Además, así podría compartir mi suerte con alguien que no tenga nada ni a nadie.

Ese último motivo fue el que hizo que John viera las cosas claras. “Andrew”. Al decir ella: alguien que no tenga nada ni a nadie, todo quedó claro como el agua de un riachuelo cristalino. Lucia. La novia de Andrew. No tenía parientes. Vivía en Gottham en una habitación privada de matrimonio perteneciente a él, ganada por sus servicios a la comunidad.

Entendía perfectamente que Andrew quisiera que Lucia viviera con ellos. Aparte de poderla ver de continuo, como él deseaba poder hacer con su Eli, las condiciones en su casa eran mucho más cómodas. Incluso teniendo que trabajar de asistenta. De todos modos era una limpiadora en la ciudad marcial. Y allí tendría mucho menos trabajo, por no decir ninguno. A John le hubiera gustado poder ofrecer su casa a la novia de Andrew sin condiciones. Pero no podía hacer excepciones tan evidentes entre los habitantes de Gottham, él era un líder y como tal tenía que ser justo e imparcial.

“Eres jodidamente listo Andrew” pensó. Ofreciéndola como servicio doméstico no sería una concesión o un favoritismo. No podía enfadarse con su hombre por tal artimaña, comprendía perfectamente sus motivos. Por ello el sacrificio de negarse sería tremendamente duro.

-No podemos traer a Lucia como parte del servicio a esta casa. -Se aventuró acertando los pensamientos de Elizabeth-. Eso convertirá esto en una comunidad o en una familia.

-Ya lo somos, John -le reprochó dulcemente ella.

-No. Lo siento, Eli. No puede haber nada más importante en esta casa para Andrew que su deber por protegeros a ti y a Tara, si los problemas llegan.

-¿Podrían al menos pasar aquí sus permisos? Tenemos muchos cuartos vacíos. -Ella le miraba suplicante a los ojos.

Antes de negar con la cabeza la volteó para tenerla de frente entre sus brazos.

-Eso sería un favoritismo por mi parte para con ellos. No puedo hacer eso. Si quieres puedo elegir otra chica para que te haga compañía como tu doncella -le sugirió, sabiendo que ella lo rechazaría.

-Pero es tu amigo. Que tengas con él una preferencia es humano -le rebatió Elizabeth.

-La humanidad ya no existe -le recordó él besando su frente y acurrucándola contra su pecho.

Los dos se callaron. Y en silencio permanecieron abrazados hasta que tras ellos, por la cristalera que ejercía de pared, donde reposaba el cabecero de la cama, el sol los encontró dormidos.
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CAPÍTULO 3. "PAPA JOHNNY"


Tu padre consiguió los materiales necesarios para acristalar la totalidad del ático. Gracias a ello disponemos de casi cien metros de invernadero. No cultivamos gran cosa y más bien es como tu propio patio de recreo. Tu parque infantil privado en las alturas. Yo escribo esto sentada en un banco de madera y forja arrancado de algún parque real. Al cobijo de un madroño traído del mismo lugar. Andrew se entretuvo meses atrás en construir un rudimentario hilo musical que ahora suena con lo que creo es un CD de Nickelback. Juraría que son sus grandes éxitos. El cielo de medio día es gris como el futuro. Bajo él, la música que tantas horas de ensamblar cables y viejos altavoces costó a Andrew hacernos llegar, me recuerda la negativa de John de traer a Lucia con nosotros. Sus motivos son tan reales como el sol oculto bajo las nubes. Pero no por ello deja de ser lamentable. Andrew ha trabajado en este pequeño pedazo de paraíso como si fuera para él.

Cerrando los ojos casi puedo ver cómo sería la vida con los cinco aquí. Ellos dos asarían salchichas en una pequeña barbacoa junto a una abertura de los cristales que nos protegen del aire y del frío. Mientras tú te deslizarías por el tobogán o serías mecida en uno de tus columpios por Lucia. Yo lo dejaría todo registrado como hago ahora. Para desmentir la creencia de tu padre de que la humanidad se ha acabado. Qué mejor prueba de ello, que una gran familia unida disfrutando de su tiempo libre.

 Tu risa resuena en las vidrieras desiguales. Levanto la mirada para verte y regreso de un golpe a la realidad. John no está, no huele a carbón caliente y Andrew juega contigo sin la compañía de su amada Lucy. Él ha tenido que subirte aquí para evitar el berrinche que acompaña la partida de tu padre. Te desarrollas como un rosal entre los cascotes de un derrumbe. Ya eres consciente del dolor que causan sus partidas y tratamos de ahorrártelo, sacándote de las inmediaciones para que no le veas marcharse. Se va a escondidas. Le cuesta, pero es capaz de los mayores sacrificios por tu bienestar.

Hoy mientras comíamos, he querido conocer los motivos que le arrancaban de nuestro lado. Sin levantar la mirada del plato e ignorando descaradamente mi pregunta me ha hecho conocedora de otra noticia nada agorera. El consejo de Gotham quiere que deje nombrado a un sucesor y los pasos a seguir si él falta. Mi apetito ha sobrevolado la mesa de la cocina y ha salido disparado por el ventanal. He apartado mi plato de losa negra hasta el centro de la mesa. Despacio, tomando aire sonoramente me he levantado para ir al baño por si las náuseas ganaban la batalla. John ha parado mi retirada cogiéndome la mano entre las suyas.

-Sólo es un trámite -ha dicho a mi espalda en tono tranquilizador.

-Sólo un trámite -he repetido incrédula, mirando al infinito del vasto descampado visible desde la ventana.

Tu padre ha retirado su silla de la mesa y, tirando de mí, me ha obligado a sentarme sobre su regazo. A veces da la sensación  de que no hace diferencias en el modo de tratarnos a las dos, como si ambas tuviéramos tu edad. Como si yo no fuera plenamente consciente de lo que implica y lo que se ha de asumir tras la petición del consejo de Gotham. Me ha pedido que no me sintiera mal por ello, que sólo eran medidas de precaución absurdas pues no pensaba faltar en este mundo durante mucho tiempo. Que seguramente su elegido hubiera muerto de viejo, al igual que él, para cuando sus comandas fueran necesarias. Esto no me ha tranquilizado nada y el tono paternalista usado por John ha provocado que mi cinismo más adulto aflorara.

-¿No habrás tenido a bien dejarme un sobre en la mesita de noche con las indicaciones a seguir cuando ese día llegue?

Un pequeño reflujo de mal humor ha intentado apoderase de tu padre. A tiempo de ser evitado, una comprensión absoluta ha ganado terreno en él. Te ha mirado como a la mayor de las creaciones. Ha asentido para sus adentros y me ha jurado con gran solemnidad que no debía de preocuparme por ello. Que nada nos faltaría si él lo hiciera.

-¡Nos faltaría lo más importante! -he estallado gritando, poniéndome en pie y alejándome-. ¿No llega bien la sangre a esa cabeza de chorlito golpeada tuya? ¡¡NOS FALTARIAS TÚ!!

Mi detonación te ha sobresaltado y has roto a llorar asustada, a la vez que yo corría por el pasillo para encerrarme en el dormitorio. A mi paso por el salón he visto cómo Andrew abría la puerta de la casa e introducía su cabeza, alarmado, para comprobar la razón de los gritos que había escuchado desde su puesto. No he podido evitar mirarle furiosa como si él fuera el culpable, nada más lejos de la realidad.

-La he atemorizado –lamento cuando John entra en el dormitorio.

-No te preocupes. Ya se ha calmado. Está con Andrew.

Afligida por mi comportamiento agacho la cabeza ante el hombre más responsable del planeta. No me extraña que me trate como una niña de tres años, me comporto como tal. Cosa no muy buena cuando los adultos escasean sobre la faz de la tierra. No ayudo en nada a tu padre a comportarse honorablemente. Mis arrebatos acrecientan sus ganas de mandar todo a paseo y comportarse como un ser egoísta. A solo centrarse en nosotros sin importar nada que no seamos… nosotros. Ni la sociedad, ni sus obligaciones autoimpuestas como líder, nada.

-Nombrarás a Andrew como tu sucesor -he afirmado segura de mí misma cuando él se ha sentado junto a mí.

Estaba al borde de la cama con las piernas recogidas sobre ésta a lo Buda y él me ha cogido de nuevo las manos. Ha negado con la cabeza y ha añadido una breve explicación. Tenía para él otros planes. Tirito al imaginarme que obligara al consejo a mantenerle junto a mí si a él le pasara algo y nunca regresara. Recalca el tiempo que Andrew lleva alejado del terreno de combate, como si pretendiera que olvidara su verdadera razón. Quien ocupe su lugar debe de estar en plenas facultades de sustituirlo en las líneas de búsqueda y reconocimiento. Dominar los entresijos de la red de poder que se ha establecido. Conocer de primera mano los parámetros de actuación del consejo y demás palabrería que vuela a través de mis conductos auditivos sin fijarse en ningún lugar concreto de mi entendimiento.

-Nombraré a Nathaniel como mi mejor elección. Dejaré órdenes de que se ofrezcan voluntarios al puesto, que los soldados elijan a otro hombre y que el consejo de Gotham vote por su nuevo líder en mi ausencia. -Paralizada por su frialdad al hablar de su muerte he guardado silencio-. En mi ausencia o mi dimisión. -John ha sonreído ante mi tensión momentánea-. Descalza sobre tu edredón de plumas, ya no es tan tentadora la idea de mudarte a un bloque de oficinas mal acondicionado. ¿Verdad?

No me enfado por su insinuación sobre mis malcriadas ideas. No deja de ser un muchacho atolondrado que ya no ve claramente la realidad. Es testigo de tantas atrocidades ahí fuera que no dudo por un segundo que su razón está nublada. Ladeo hacia ambos lados la cabeza en señal de reprimenda. Tomando su cara entre mis manos le beso en los labios. Le sonrío con la misma ternura que una madre lo haría a su hijo de cinco años, que no entiende por qué ha de irse a la cama pronto.

-Pobre Johnny, pobre, pobre niño bobo. No entiende a la loca de su mujer en absoluto. -Él se ha reído nervioso, como si de verdad estuviera preocupado porque se me haya ido la cabeza-. Nunca la idea de tu dimisión es tan tentadora como en los momentos que estás junto a mí, o en los que toda esta opulencia pretende llenar tu ausencia. Quema este edredón, enciérrame en un dormitorio de seis por seis o menos, contigo y con Tara. De donde sólo salgamos para hacer trabajos forzados por ocho horas. A donde regresemos para estar juntos los tres durante el resto del día. Hazme compartir baño con veinte personas  y ducharme con agua fría todos los días. Comer gachas y sopa de sobre como único alimento siete días a la semana. Que cada tarde al regresar a nuestro cubículo, juntos, seré la mujer más feliz sobre la Tierra. La perra con más suerte del mundo.

-Cierto -ha cedido él al terminar de hablar yo, mirándome dolorosamente divertido-. Te has vuelto loca, mi reina. No te muevas de aquí mientras pregunto si algún habitante de Gotham terminó sus estudios de psiquiatría. -Se ha levantado y yo le he seguido-. Quieta ahí.

Jugando me ha repetido su orden de permanecer en la cama, obligándome a sentarme. Le he arrastrado hacia mí dejando caer todo su peso sobre mi cuerpo, desafiándole a retenerme en el lugar con sus propios medios.

Una hora después, tras dormir como un cuarto de ésta, me he despertado cubierta por la misma colcha que había ofrecido para una fogata. Reclinándome he podido ver una maraña de cabellos color chocolate revueltos en el reflejo de la puerta del armario. Intento peinarme mientras de reojo observo cómo John, vistiendo ya sus ropas negras de trabajo, rellena una bolsa de deporte del mismo color con mudas limpias de un estante. Le reprocho el que me haya dejado dormir, y él le resta importancia indicándome que sólo lo he hecho por unos quince minutos. No quiero que se vaya y una gran losa de piedra oprime mi pecho, haciendo que un nudo se apreté dolorosamente en mi garganta.

-¿Cuándo? –pregunto, atragantándome con el aire que divide en dos, con un lamento, la palabra.

-No lo sé -susurra él cerrando la puerta del armario, sonriéndome triste en el reflejo del espejo que esconde las baldas de ropa frente a él-. Pero te juro que será pronto esta vez. -No le creo, pero no se lo recrimino. Sé que él estaría encantado de poder sostener su falsa promesa.

Sentándose en la cama junto a mí ha tratado de amansar mi pelo con sus dedos, ha sonreído sin mirarme a los ojos. He capturado los suyos y me he abalanzado sobre él. Con un puñado de mi melena enredado fuertemente en su mano me ha estrechado contra él.

Algún día conocerás el estado en el que a veces se sumerge tu padre cuando te tiene entre sus brazos. Sus músculos se engarrotan por el ansia y los nervios, te oprime con fuerza casi impidiéndote respirar. Y a diferencia del miedo o el dolor que podría causarte este momento, te sientes en el lugar más seguro del planeta mientras sus dedos se hincan en tu piel. Si permaneces quita o le devuelves el abrazo, sus manos convertidas en garras se van aflojando y sus mimos se vuelven mariposas que cubren tu pelo y tu piel, mientras, jadeante, recupera la paz. Nunca llores, o su presa jamás se abrirá. Como si febrilmente tratara de mantenerte junto a él, alejándote de los monstruos que originando tus lágrimas amenazaran con llevarte lejos.

Su ánimo era alegremente falso cuando hoy se ha despedido en el salón, antes de que Andrew te llevara a la azotea para que no le vieras irse. El cambio drástico de su gesto al mirarte salir cogida al cuello de su camarada atestigua lo complicado que es para él respetar sus propias reglas. Hemos aprovechado los últimos momentos de nuestra solitaria intimidad para besarnos y palparnos los rostros. Como si tratáramos de memorizarlos táctilmente.

-Regresa -le exijo, suplicante, acariciando la falta de pelo provocada por una brecha en su ceja izquierda.

-Lo haré.

-Pronto.

-Lo intentaré.

Aprieta mi cara con ambas manos y nos besamos de nuevo. En secreto pido a Dios la fuerza necesaria para retenerle contra su débil voluntad. Tu padre siempre tiene que separarme de él haciendo presión para que le suelte. No le pongo fácil la tarea de partir a cumplir sus obligaciones y pido perdón por ello en voz baja. En el mismo tono, él reconoce lamentarlo también. Avanza hasta la puerta aún sosteniendo mi mano, que se separa de mi costado guiada por la suya. Con los nudillos da unos golpes en la entrada, que sirven como señal para que Piti entre y le ayude a cargar con los enseres que ha de llevarse hasta el furgón que le espera hace veinte minutos en la puerta. Piti entra, con la cabeza gacha, toma las bolsas encaminándose hacia la calle. Tu padre le sigue sin soltarme. En el quicio de la puerta mis pies se bloquean solos, sabiendo que no deben  pasar de ahí tras John. No nos soltamos y nuestros dedos se estiran extendiéndose hasta que no dan más de sí y se separan. Momento en el que tu padre vuelve la cara para mirarme de lado con una media sonrisa que no adquiere la fuerza necesaria para imprimirse en sus ojos. Un segundo y nuestros ojos también se separan sin saber cuánto tiempo ha de pasar para verse de nuevo.

Hoy me he quedado en la puerta hasta verle desaparecer  tras cerrarse las puertas del ascensor. No he podido contenerme. Al segundo de unirse las dos hojas de metal, me he pegado a ellas desesperada.

-¡¡John, te quiero!! -he gritado a través del metal.

Una horrible sirena ha comenzado a sonar estridentemente. Sobresaltándome he retrocedido. Alguien subía a toda prisa por las escaleras y sus pasos resonaban por todo el rellano. He querido correr en dirección a la casa pero el miedo no me ha dejado. Al fin he visto el rostro de quien con sus pesadas botas militares aporreaba los peldaños ruidosamente. Reteniéndome me ha zarandeado por los hombros. Sus pupilas se han clavado en las mías, dilatadas hasta el punto de cubrir el color del iris por completo. Con sonrisa de niño malvado me ha tomado por la nuca y la cintura.

-Te quiero, Elizabeth. -He trepado sobre él, abrazando su cintura con mis piernas. Nos hemos besado de nuevo hasta quedar sin aliento.

Al mirar a tu padre a los ojos he visto una pizca de divertimento culpable. Me he girado y he descubierto a Andrew pistola en mano, con el cañón apuntando al suelo. Ha corrido alertado al oír la alarma. He descendido poniendo de nuevo los pies en el suelo. John se ha disculpado con él. Alegando haber olvidado decirme algo. Recordándolo dos pisos más abajo del nuestro, ha pulsado el botón de Stop del ascensor. Como si no acabara de hacer saltar el corazón de Andrew fuera de su cuerpo, le ha golpeado, gracioso, en el hombro.

-Cuida de mis chicas -le ha pedido antes de marcharse al trote escaleras abajo.

Entre risas Andrew y yo hemos subido a tu encuentro. El enorme soldado castaño, te había dejado a buen recaudo en tu corralito, antes de correr vertiginosamente hasta la puerta de casa para encontrarse con tus apasionados padres.

Ahora sólo nos queda echarle de menos y rezar por que vuelva pronto, sano y salvo.

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Estaba oscureciendo. Elizabeth se reunió con Tara y Andrew junto a los columpios. Era hora de entrar y preparar algo de cena. Ella abastecía de comida casera caliente a los dos hombres de confianza de John y ellos la degustaban en un salita improvisada en uno de los dormitorios vacíos más cercanos a la entrada de la casa. Tara y ella cenaban solas en la mesa baja del salón frente al televisor, viendo por centésima vez un DVD de dibujos animados.

-¿Johnny? -preguntó la pequeña, tirando del jersey lila de Elizabeth. Parecía acabar de percibir la ausencia de su padre.

-Papá vendrá más tarde -mintió a la pequeña, sorbiendo por la nariz que le gotea al proferir ese anhelo en voz alta.

-Johnny… Ahora… -gritó Tara, golpeando con la cuchara de plástico el plato del mismo material, haciendo que la papilla volara por todas partes, salpicando el jersey, los vaqueros y el pelo de Elizabeth.

-Vendrá más tarde -repitió ella pacientemente, quitándole la cuchara a la niña sentada en la trona.

-¡NO! -chilló Tara, metiendo sus manos en el potito, agitándolas y esparciendo su alimento por toda la estancia-. Papá ahora. Papá ahora.

La desesperación de la rabieta de la cría, unida a la lápida que caía sobre Elizabeth al escucharla llamar “papá” a John por vez primera y él no poder escucharlo, la superaron. Cegada por su estado tomó el plato con dibujitos rosas de Tara y lo estampó contra la puerta. O eso pretendía. Pero la mal suerte quiso que en ese mismo instante la puerta fuera abierta por el pelirrojo Piti. Cargaba con los platos recién fregados tras su cena. El objeto de su ira se estampó contra la pila de utensilios que portaba el cabizbajo guardián, haciéndolos caer al suelo. Los vasos y varios platos de loza negra acabaron en el suelo, estallando en mil pedazos.

El ruido sobresaltó a la pequeña, que continuaba gritando sus exigencias, y rompió a llorar. De pie junto a su trona Elizabeth no sabía si reír o llorar. El muchacho pelirrojo se agachó raudo a recoger el estropicio sin mentar palabra. La niña lloraba y Elizabeth permanecía paralizada. A los pocos segundos, como era de esperar, Andrew atravesó el umbral del infierno privado que allí se había apostado. Observó los tres puntos de conflicto. Su subordinado recogía pedazos de lo que antes era una copa de vino carísima. La pequeña Tara lloraba desconsolada tirándose de los rizos. En el centro del caos reinante, Elizabeth. Un ojo menos preparado hubiera pensado que el caso urgente era la niña de unos tres años cubierta de puré que sufría una rabieta de las de cortar la respiración, y no la mujer que contaba con algo más de un cuarto de siglo de vida, que ajena a los gritos de la criatura parecía mirar con suma calma cómo un avergonzado soldado limpiaba el suelo. Pero la experiencia de Andrew en esa casa le advirtió en seguida de que las prioridades no eran las que cualquiera daría por lógicas.

-Piti. Atiende a Tara -mandó sin mirar a su compañero, con la vista escudriñando a Elizabeth.

Tenía los puños fuertemente cerrados, caídos a los costados. Le temblaba el labio inferior. Su mirada no estaba posada en los restos de cristales y loza. Tras dejar su tarea junto a ellos Piti, ella no aparentaba captar ninguna diferencia. Como tampoco parecía haber captado ni los llantos de Tara ni la entrada y orden de Andrew. Sus ojos vidriosos estaban perdidos en el infinito. Si nadie interfería podría haberse pasado en ese estado catatónico horas, para después romper en una histeria descontrolada que la llevaría a acabar con cualquier pieza de vajilla que encontrara a su paso o un ataque de ansiedad que la llevara a una taquicardia acompañada de una hiperventilación. Para Andrew no sería la primera vez que tendría que atender un caso de ese tipo en Elizabeth. Desde adolescente padecía de graves ataques de ansiedad que la invalidaban en momentos de estrés.


Él se situó detrás de ella y posó una mano en su espalda a la altura de la cintura. Con mano firme tomó a Elizabeth por el antebrazo y la llamó suavemente.

-Eli.

Ella le miró como si acabara de percatarse de su presencia, y así era. Sus ojos desorbitados dejaron escapar una gota que rodó por su mejilla. Andrew comenzó a andar llevándola al dormitorio. Sin romper en ningún momento el contacto visual le sonrió tranquilizadoramente, como si nada hubiera pasado. Hizo que se sentara en la silla del escritorio, de madera lacada en blanco, y se agachó para que sus caras quedaran a la misma altura. Tenía que hacerla volver, pero con calma. Le preguntó qué había sucedido, recogiendo sus manos entre las suyas. Elizabeth tardó en responder. Cuando lo hizo, su voz salió en un susurro rasposo.

Ya no era la única que sufría la ausencia de John, ahora la niña también lo hacía. Su padre se perdió su primera palabra: Johnny. Sus primeros pasos. Y a la lista debían sumar la primera vez que dijo “papá”. Lo sentía tantísimo por la niña, por ella y por John… Como remate sus ropas, el salón y su pelo estaban cubiertos de menestra y ternera en crema, cuatro platos y dos copas habían pasado a mejor vida, y había hecho que Piti pasara un mal trago.

-Con lo vergonzoso que es, el pobre Piti –hipó, rompiendo a llorar.

-¿Quieres que le haga venir para que puedas disculparte con él? -sugirió condescendiente entre risas Andrew.

-Sí, por favor -respondió ella, limpiándose con la manga la cara.

Andrew llamó a voces a Piti sin apartarse de ella. Su compañero apareció en el umbral del dormitorio. Tenía la cara llena de refregones marrones. Tropezones de guisantes verdes y ternera se habían adherido a su pelo. Cargada en una cadera, Tara jugaba con sus chapas y chuperreteaba el plástico silenciador de una de ellas.

-Señora.

-Lo siento mucho, Piti -se disculpó ella, pero su solemnidad quedó manchada por la sombra de una carcajada-. De veras que lo sien…

Rompió a desternillarse con una risa lacrimógena. Se incorporó para recibir a la niña que le mostraba triunfante el colgante del pelirrojo. Con un ligero manotazo y un “No, caca” retiró el improvisado chupe de la boca de Tara. Limpió las babas de las láminas grabadas contra la pernera del pantalón y las intercambió con Piti por la pequeña. Repitió sus dispensas. Él las aceptó y pidió permiso para retirarse a asease si ya no era necesario allí. Con un gesto Andrew le indicó que se podía marchar. Con otro pidió a Elizabeth que se sentara de nuevo en el escritorio. Creía tener otra idea que ayudaría a Elizabeth a sentirse mejor. Orgulloso por su ocurrencia, las dejó en la habitación y salió al salón donde estaba la emisora.

-¡Eli, corre, ven! -la llamó a voces, cerrando el intercomunicador para que nadie oyera que se dirigía a la mujer de John con un diminutivo. Ella apareció en el acto, llevando a la niña consigo-. Es Johnny.

-¡¡Johnny!! ¡¡Johnny!! -chilló feliz la pequeña Tara, dando saltitos sobre la cadera de su portadora.

A Elizabeth se le iluminó el rostro al comprender las pretensiones de Andrew, y le estampó un beso en la mejilla al agacharse para arrebatarle el micrófono. Comprobó que John la recibía. Él preguntó amedrentado si todo estaba bien, puesto que Andrew había tenido que buscarle canal tras canal debido a que no habían tenido tiempo de asentarse. Era pronto para que Elizabeth estuviera desesperada por oírle y solía ser él quien establecía el primer contacto cuando era fiable hacerlo. Ella le aseguró que todo estaba perfecto en casa. Que Tara tenía algo que decirle.

-¿Tara? -preguntó él fuera de sitio totalmente.

-¡¡Johnny!! -gritó la criatura como respondiendo.

-No Tara, eso no. Lo otro. Venga, Tara, díselo -la animó Elizabeth.

-¿Tara? Hija.

-PA… -La niña miró a Elizabeth y Andrew con complicidad, ellos la hacían gestos alentándola-. Pa… Papá. ¡¡PAPÁ, PAPÁ!! -se alborozó, repitiendo una y otra vez la palabra que había creado tanta expectación.

Elizabeth quería asegurarse de que John había oído a su hija. Le preguntó y él, distraído por la voz cantarina de su hija, tardó en responder.

-Sí, Eli. La oigo. Todos en la furgoneta la están escuchando.

John estaba dichoso. Sus compañeros vitoreaban jubilosos y él se unió a los gritos de regocijo. La niña se calló cohibida por el alboroto. Su padre se percató y con un gesto mandó guardar silencio al reducido batallón. Todos enmudecieron.

-Tara, cariño. Dilo otra vez. -La nena miró a Elizabeth dudosa. Desconfiaba si le gustaba el jaleo que retransmitía la radio de voces graves-. Por favor, cielo. Repítelo.

-John, intenta que tus chicos no griten esta vez -aconsejó cariñosa Elizabeth. Ella escuchó cómo hizo llegar su marido esa sugerencia al resto de hombres apiñados en la furgoneta-. Vamos, Tara. Díselo, amor.

-Pa… pa… PAPÁ -John rió y su risa llegó a la pequeña, que animada lo repitió otra vez-. Papá, papá. Johnny. Papá Johnny.

John tragó saliva y se despidió de su familia conteniendo a duras penas las lágrimas de orgullo.

-Os quiero, chicas.