viernes, 17 de junio de 2011

CAPÍTULO 1. "PERROS CON SUERTE"

La humanidad ya no existe. O eso dice John. No quedan personas. Somos animales. Perros. Que se agrupan en manadas salvajes. La civilización ha muerto. Y con ella el gobierno, sus leyes y su protección. Han caído todas las comunicaciones. Sólo se mantienen dentro de cada una de las jaurías que forman la nueva comunidad mundial. Perros, somos como perros. Incluso nosotros.

Ya nadie vive en las ciudades. O casi nadie. Sólo pequeñas camadas de cachorros humanos. Grupos de tres o cuatro criaturas que no superan los dieciséis años de edad. Abandonados a su suerte, sus instintos más animales han aflorado. Perros callejeros. Pero los que han corrido algo parecido a una suerte mejor, no dejan de serlo. Viven en las zonas industriales. Manadas de hasta cuarenta miembros. Ninguno de sus componentes supera los veintiséis años. Ningún humano los supera en estos, nuestros días. Estas agrupaciones son lo más parecido a una civilización. En su gran mayoría capitaneados por jóvenes, ¿quién no lo es ahora en la Tierra?, militares. Quienes lucharon con uñas y dientes por conservar con ellos lo único que pose valor en nuestro nuevo mundo, la organización y las armas.

Los edificios de oficinas vallados, ya de por sí antes del día cero, son fáciles de custodiar. Están alejados lo suficiente de las urbes infestadas de niños salvajes. Pero no tanto como para hacer incursiones en ellas para buscar suministros. Cuentan con receptáculos, habitáculos y dependencias suficientes de múltiples tamaños y con ello facilitan una organización similar a la de un cuartel militar. Cuentan con dormitorios privados, compartidos y salas de reuniones. Múltiples cuartos de baños, comedores equipados y unas instalaciones con total autonomía. Su mantenimiento se puede realizar en su totalidad desde el mismo recinto perimetrado. Algunas agrupaciones, como a la que yo pertenezco, han sabido además aprovechar los recursos de las fábricas cercanas.

No hay consorcio entre los militares. No. Ahora todo se rige de manera diferente. Ya no pertenecen al mismo ejército. Sólo conocen y respetan a la gente que comanda junto a ellos. Sus antiguos compañeros de base. Sus familias. Hermanos, primos, parejas, algunos hijos, padres, ningún abuelo, ninguna madre. Todos los nacidos antes del ochenta y tres están muertos. No ha nacido un solo bebe desde hace dos años, desde el dos mil ocho.

¿He dicho que toda civilización se encuentra en las fábricas y edificios de oficinas de zonas industriales? Puede ser. Pero no es del todo cierto. Tu papá, tú y yo vivimos en nuestra pequeña utopía. Vivimos en el primer y último bloque de edificios que una compañía terminó de construir en un paraje algo apartado de la ciudad. Se suponía que esto sería un barrio nuevo. Un barrio donde vendría a vivir gente rica. En grandes pisos. Este fue el edificio piloto. Doce plantas, cuatro ascensores. Un dúplex gigantesco con ático solado, donde estamos nosotras. Se suponía que como éste habría diez edificios más. Ninguno llegó a levantarse. Sólo el nuestro. Y nadie más que nosotros lo ocupará jamás.

El edificio está rodeado por una valla electrificada. Custodiado constantemente por cuatro hombres de gran confianza para tu padre. Hacen guardia veinticuatro horas al día. Llueva, nieve, haga frío o calor. Aunque, como si el mundo llorase su pena, está casi siempre nublado. No conozco a quién nos guarda con tanto recelo desde abajo. Muchas veces con ayuda de los prismáticos los veo circunvalar la torre de pisos. Pero no sé sus nombres ni he oído sus voces. Únicamente sé de quien debe de ser la mano derecha de John. Y de quien ha de ser la diestra de éste. Sólo ellos han traspasado las puertas de nuestra casa. A Andrew lo reconocerás como un chico guapo. Castaño y de ojos almendrados color chocolate. Cumplió los veintiséis el mes pasado. Y como no podía ser de otra forma es tan fuerte y grande como tu papá. No hay vez que no te traiga alguna golosina escondida en algún bolsillo de sus pantalones de combate, y es quien nos distrae con sus batallitas cuando John está fuera. Tiene unos rasgos muy finos, que dificultan el creer que sea un tipo duro. Pero ha de serlo y mucho. Si no fuera de ese modo no estaría aquí.

Su compañero fiel siempre está junto a él en la puerta y le espera inamovible cuando él pasa las tardes junto a nosotras. Se llama Piti o todos le llaman así. Algo más bajito que Andrew pero igual de fuerte. Habrás visto su cabellera rapada al más puro estilo recluta, naranja como las zanahorias, cuando ayuda a John y su compañero a pasar las bolsas de víveres a casa. Tiene una nariz respingona y siempre evita mirarme directamente con esos ojos verdes esmeralda suyos. Es un chico de unos veinticuatro o veinticinco años, muy callado y vergonzoso. Pero igualmente sería una desfachatez poner en duda su mortal capacidad de velar por nosotras. No conozco a sus relevos en los días que hacen uso de sus merecidos descansos. Ellos jamás traspasan las puertas y yo, que no quiero conocer a nadie más a quien tenga que estar vergonzosamente agradecida, evito salir si sé que se encuentran de permiso.

Vivimos en una burbuja, Tara. Nuestra burbuja de mundo feliz particular. Tenemos toda una casa para nosotras solas. No tenemos que salir al exterior para buscar comida o cualquier otra cosa. Tenemos cubiertas todas nuestras necesidades básicas: alimento, un techo seguro, saneamiento, medicinas. Y contamos con todos los lujos que tu padre o cualquiera de los hombres y mujeres bajo su mando pueden facilitarnos. Tecnología, ropa, comodidades. Todo. Vivimos en una gran jaula de oro. ¿Libertad? Esto es el nivel máximo de libertad deseable sobre el planeta en este momento. La jaula no nos retiene a nosotras dentro, sino a todo lo malo fuera de ella.

Podríamos vivir en Gotham. Sí, así decidieron llamar al complejo empresarial ocupado por la milicia de tu padre. Es en honor a las películas de Batman. Eso es lo que pasa cuando el nombre de un fuerte es puesto por chicos que no superan los veintiséis. Podríamos vivir en un cuarto diminuto los tres, como único rincón de intimidad en unas grandes oficinas donde compartiríamos baño, cocina y todo lo demás. Con un montón de gente que no es nadie para nosotras y que por obligación se convertirían en nuestra familia. Podrías incluso tener que pasar horas y horas sola en una guardería. Mientras, en primer lugar yo sería instruida, y luego estarías allí durante mis salidas al exterior con alguna patrulla de reconocimiento o de recolecta. Y si no valiera para eso, cosa que dudo, pues pasaría mis jornadas limpiando o haciendo tareas domésticas para la manada. Allí todos tienen que ser útiles, nadie puede dedicarse por entero a un único niño. Sólo podríamos rezar por que la persona que establece las cualidades del resto determinara que mi sitio está en la guardería.

¿Te parece tan terrible como a mí? Seguramente sí. Pero no puedo dejar que olvides algo. Con todo y con eso, seríamos personas afortunadas. No sólo por el hecho de que, al ser quien es John, tendríamos un trato muy favorable. La estancia más amplia e incluso una especie de pisito para nosotras solas y mi posibilidad de elegir tarea o simplemente no realizar ninguna. Aunque no contáramos con ningún favoritismo. Con ninguno. Seríamos chicas con suerte por pertenecer a Gotham. Pues es de los asentamientos más fuertes y preparados. Viviríamos en el Manhattan de hoy. Soy consciente de que esta comparación es ridícula. Tu sólo sabrás de cómo era vivir en un sitio así por las películas, los libros y por los relatos de quienes te rodeen.

¿Por qué contamos nosotras con esta cantidad de buena ventura? Está claro, pero yo te lo explicaré, querida Tara. Por John, por tu padre. El hombre más maravilloso que Dios tuviera a bien poner en mi camino. A sus veintiséis años es un magnífico militar. Antes del día cero, era el joven más condecorado, con más méritos y rango de su edad en todo el estado. Su buena posición no era únicamente oficial, sino también social. Se ganó el cariño y respeto de todo aquel que se cruzara en su camino. Entre sus compañeros, sus subordinados, sus superiores, en el cuartel y en la batalla, amigos, familiares. Todo aquel que le conoció o le conoce le tiene en la más alta estima. Y por decirlo de algún modo, es el más alto cargo en Gotham. Tras el día del juicio final, cundo la catástrofe y los altercados pasaron. Cuando todo comenzó a ser lo que hoy es. Él nos sacó de nuestro lugar seguro, en el cual nos resguardábamos de la tormenta. Permanecimos en Gotham durante unos meses extenuantemente largos, durante los cuales se instauró la jerarquía de la pequeña ciudad. Él, como jefe máximo, exigió un refugio adecuado a su cargo, alejado de Gotham. Nadie objetó. Él da más a aquella pequeña comunidad de lo que jamás ésta podrá devolverle.

Así que, pequeña Tara, considérate la princesa soberana de un reino con nombre de ciudad de cómic. En un mundo donde, al parecer, ese será el mayor reino al que podrá aspirar ninguna monarquía. Eso me convierte a mí en la reina consorte. Cosa que no me halaga en demasía, sino que me obliga todos los días a estar en deuda con esa sociedad que me ha coronado o, mejor dicho, que ha coronado a tu padre. Que me condenaría a sentirme una inútil si no fuera por tu padre. John me obliga cada día a ver todo con otros ojos. Tu padre dice que no hay nada sobre el suelo de la Tierra que le haga continuar con su labor, aparte de nosotras.

Si él es el cerebro que creó Gotham, si es el cuerpo que lucha por esa ciudad y la mantiene en movimiento continuo, nosotras, según él, somos el corazón que bombea sangre a ese cuerpo y ese cerebro.

“Si os pasara algo yo moría al instante. Si nuestra gente me considera tan vitalmente importante, debe saber dónde reside mi fuerza, mi espíritu, mi alma, mi vida y mi razón. Tú y Tara tenéis la obligación de ser felices. Es la única manera que conozco para obligarme a salir y luchar por lo poco que queda en este mundo. Si todo lo que hago no basta para proporcionaros la felicidad, no encuentro motivo para la lucha.

¿De verdad te sientes culpable por el estilo de vida que llevas? A mí me da igual. Si eres más feliz corriendo la suerte de la gente de Gotham. Allí nos mudaremos. Tara es un bebé. Se adaptará a cualquier cosa. Yo dejaré mis partidas de búsqueda, mi trono y mi cargo. Saldré sólo en recolectas seguras, dejaré el Parlamento, pasaré más tiempo con las dos. Y Gotham encontrará un líder más apto. Sin debilidades.”


Reconozco que la idea me tienta muchas veces, tras oír sus palabras. Sin remordimientos, sin peligro, sin esperas por su regreso en vilo. Todas las salidas son arriesgadas, pero las de John lo son más. La seducción de esta idea es temiblemente fuerte. Sobre todo cuando, después de uno de sus reconocimientos de nuevo territorio, nos lo de vuelven magullado. Hasta el extremo de que Andrew y Piti tengan que introducirlo en casa, porque él solo no puede mantenerse en pie. Cuando Andrew pide a su compañero que se marche y hace llamar a un médico de Gotham. O cuando al fin nos deja solos tras comprobar que no necesita más que un baño, algunas curas de las que soy capaz de encargarme y descanso. En ese momento, en la intimidad de nuestro cuarto o nuestro enorme baño, yo limpio sus heridas o le ayudo a bañarse, es cuando las lágrimas brotan de mis ojos. Traidoras, sabiendo que son lo último que John necesita. El cielo sabe que trato de esconderlas de su conocimiento. Pero es como si tu padre oliera la sal que las forman.

-No llores, mi reina -gorgojea entre los gemidos de dolor de alguna magulladura que lamo cuidadosamente con una esponja empapada en jabón y agua tibia-. Sonríe. He vuelto herido de donde otros no volverán jamás. Soy un perro con suerte.

-¿Eso me convierte en una perra con suerte? -intento bromear mientras sorbo por la nariz.

-Sí, y a Tara en una perrilla con mucha más suerte -me recuerda él, intentando buscarte con la mirada con movimientos torpes y limitados debido a sus laceraciones.

Pero tú nunca estás allí. Jamás. O duermes plácidamente en tu cuarto o Andrew te está entreteniendo en alguna otra dependencia de la casa. John decretó tu exilio cuando sus circunstancias no fueran las adecuadas para tus pequeños ojos del color perfectamente conseguido de la mezcla entre los ojos marrones de tu madre y el verde grisáceo de tu padre. Pero su aturdimiento le hace olvidar por momentos que por tu bien decidió que no le vieras lastimado. Si consigue llegar hasta ti por su propio pie, estés donde estés, lo hace. Y olvidando sus heridas te levanta en vuelo. Sin recordar que a cada regreso tardío, contra su voluntad, tú pesas un poco más. Esconde una mueca de malestar por el esfuerzo y te achucha contra él. Como si de un ritual se tratara, tú te quejas de la presión blanda que ejerce sobre tu cuerpecito y te retiras de él. Para caer presa del embelesamiento y juguetear con sus chapas de identidad.

-¿Johnny? ¿Johnny? -Parece que le preguntaras que si ha venido para quedarse.

-Sí, papá ha venido para quedarse -responde él, adivinando tus pensamientos de niña resabida que pasa el día entre adultos poco variados.

Con gesto regañón él mira a Andrew, sabiendo que esa manera de llamarle sólo la has podido aprender de él. En secreto se pregunta celosamente si a su camarada le llamarás “Papá” y nadie anda tan falto de corazón como para hacérselo saber. Sé que interiormente se mortifica por no pasar todo el tiempo del mundo contigo.

-Vamos, perro suertudo. Hoy compartirás colchoneta con las dos. ¿Te parece? -No sé por qué pregunto, de sobra sé que es lo que su corazón está ansiando. Caer rendido junto a nosotras.

-No sé yo. Soy el perro alfa. ¿No merezco mi propia colchoneta?

Te arrebato de sus brazos cansados, fingiendo altanería, señalo el sofá con la cabeza y me alejo dando las gracias a Andrew. Quien después acompaña a tu padre hasta la puerta de nuestro dormitorio, para dormir con nosotras. Y hacernos sentir afortunadas de su regreso.

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-Elizabeth. John por radio.

La voz tras la puerta del dormitorio hace que Elizabeth deje de teclear en el ordenador el diario que se ha obligado a sí misma a crear para Tara. Tras la madera majestuosa de doble hoja y tono cálido del dormitorio Andrew la requería. Ella se frotó los ojos con cansancio y en el interior oscuro de sus parpados bailaron chiribitas de colores tenues. Estaba cansada. Había sido más difícil parar de escribir de lo que ella pensaba que le resultaría comenzar a hacerlo. Como un relámpago llegó a su mente un aviso. “Las comunicaciones han de ser cortas. No pierdas un segundo.” Se envara y velozmente se pone en pie sorbiendo los metros de moqueta color crema que la separan del trasmisor que la espera con las ansiadas palabras de John. Hace días que no sabe de él. Creía que se acostumbraría a estas separaciones y a la falta de noticias, pero a lo malo nunca se acostumbra uno.

Sin mediar palabra le arrebató el artefacto a Andrew de las manos. Él hizo rodar sus ojos en fingida desesperación. Aguardó en medio de la sala y esperó a comprobar que la comunicación no se había roto. Observó cómo Elizabeth rodeaba el más grande de tres sofás encarados en “U” hacia la pared que está cubierta por un mural de nogal, que contenía la televisión, las vajillas y demás ajuar adquirido en las misiones de recuperación en los barrios más ostentosos abandonados hace escasos dos años. Ella se sentó en el centro del sillón de tres plazas dándole la espalda. Andrew comprobó por la posición de sus hombros que estaba tensa. Elizabeth apretó el botón que la permitirá hacer llegar su voz a John. Dudó. Pudo notar cómo Andrew la observaba pacientemente y eso la inquietó sin motivos.

-¿John? -preguntó ansiosa.

Silencio. Ruido de interferencias. Andrew torció el gesto preocupado. Como si Elizabeth hubiera podido oír moverse los músculos de su cara contorsionarse en esa mueca, se giró y le miró anhelante, casi horrorizada. Él dio un paso hacia ella sobre el parquet pulcramente pulido del piso. Tendió una mano tensa hacia el intercomunicador. Los fuertes dedos de Andrew estaban a punto de cernirse sobre el negro material.

-¿Eli? ¿Eres tú? ¿Me escuchas bien?

-Sí, soy yo. Te oigo perfectamente, John.

Elizabeth se llevó en un gesto veloz el aparato a los labios, dejando tendida en el aire la garra formada por los dedos de su guardaespaldas. En el ruido que produce una manilla segundero en marcar su tiempo, se había puesto en pie. Había llegado a la enorme cristalera que va del suelo al techo de la estancia y que sólo muestra desolación bajo un cielo gris. En silencio, Andrew abandonaba la estancia cruzando la puerta que da al pasillo de la entrada del piso, cerrando ésta tras de sí.

En un turno de preguntas atropelladas, Elizabeth hace llegar a su marido todas sus inquietudes. Si está bien, si ha sido herido, cuándo volverá. Entre peguntas deseosas de respuestas, intercala palabras de amor desesperadas. Le añora y escuchar su voz ejerce como sal en la herida de la separación, más que como bálsamo. Ella hizo un gran esfuerzo por no sollozar mientras que silenciosas lágrimas resbalaban por su cara. Él conoce lo que significa esos intervalos de silencios en la dialéctica de su esposa, estaba llorando y luchando por que él no lo notara.

En un intento de distráela y abstraerse él mismo del sufrimiento que le acarrea estar lejos de Elizabeth cuando se siente así, preguntó por Tara. La niña dormía plácidamente en una cuna que cada vez parecía encoger más deprisa. A las cuatro de la mañana los rizos de Tara descansaban, sudados por el sueño, en una mullida almohada cubierta de una funda de suave algodón rosa a juego con el resto de las sabanas de su camita de barrotes de nácar blanco, en la habitación de ellos dos. Tara tenía su propio cuarto pero aún no había dormido ni una noche entera en él. Cuando John no estaba, Elizabeth se sentía demasiado sola para dejarla lejos de ella. Cuando su padre estaba en casa quería tenerla cerca a cada instante.

John recayó en la hora que era tras la explicación del paradero de su retoño. Le preocupaba que Andrew hubiera despertado a su mujer. John parecía estar siempre en su propio universo, regido por ningún horario, entre este mundo y el suyo. Ella lo achacaba al cambio tan abismal que él lleva de vida y situación constantemente. Un hogar idílico hoy, mañana un campo de batalla austero y cruel. Ella le aseguró que estaba despierta y él la reprendió, temiendo que se estuviera preocupando en demasía por su estado y esto le arrebatara el sueño. Elizabeth se apresuró a tranquilarle, pero no le contó cuál era su empresa antes de responder a su llamada. Su excusa: sin horarios de trabajo u obligaciones, sólo manteniéndose ocupada en cuidar de Tara, el tiempo se vuelve relativo. John recalcó su orden sobre Andrew de jamás despertarla por una comunicación suya. Esta vez su leal camarada le juro oírla teclear cuando él se puso en contacto con ella. Elizabeth le aseguró que así era, y sonrío para sus adentros recordando la conversación que tuvieron ella y Andrew cuando John impuso aquella norma.

-Cuando John no está, yo mando aquí. Si algún día descubro que ha llamado y no me has avisado… Haré que te manden a limpiar las letrinas de Gotham para el resto de tu vida. ¿Entendido?

Andrew asintió. No por temor a que se viera cumplida la amenaza de Elizabeth, sino porque comprendía lo que para ella significaban aquellas pocas palabras mezcladas con el sonido a lata hueca. Entendía el vacío que llenaban. El mismo que le golpearía si participase de alguna manera en el hecho de que ella se las perdiera una sola vez. Si él fuera John sufriría una gran lucha interna entre no dejar que su mujer se desvelase y se quedara aún más preocupada, y en hacer hasta que despertaran a su pequeña hijita para poder oír su voz. Las noches en campaña eran malas, muy malas. Él lo recordaba y estaría eternamente agradecido a su superior por darle este destino, y a la mujer de éste, porque con su existencia creaba la necesidad de su puesto. Andrew hubiera dado su brazo derecho por escuchar algo familiar estando allí.

-Dile que la quiero. ¿Lo harás? -preguntó John. Su voz, aunque retorcida por la intromisión de las hondas, era claramente cansada, por el agotamiento y por la calma que le bañaba después de saber que en casa todo estaba bien.

-Lo hago todas las noches aunque no me lo pidas.

-Te lo pediría todas las noches si pudiera, sólo por oír tu voz.

Los hipos de Elizabeth alertaron a John de su llanto. Y una pequeña daga de culpabilidad le fue asestada en el corazón. Con dolor acercó el micrófono a la ventana sin cristales de la nave de cemento donde se encontraban resguardos, pasando la noche. Lo abrió para que el viento aumentara los ruidos de las interferencias. De otra manera jamás sería capaz de despedirse de ella.

-Creo… Eli. Creo que estoy perdiendo la conexión. Te quiero, os quiero. Volveré pronto. Lo prometo.

-Yo también te…

La comunicación se cortó. John la cortó, en el acto más egoísta que estaba dispuesto a permitirse en este mundo. Si a sus oídos llegara el sonido de un “Te quiero” completo, en la voz rota por el llanto de ella, lo abandonaría todo. Regresaría a su casa en el primer blindado que encontrara dejando tirado a todo su batallón. Renunciaría a todo y se la llevaría a ella y a la niña a Gotham para vivir días más fáciles como soldado raso.
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1 comentarios:

Daniela Marconi dijo...

hola monty lo prometido es deuda y aca estoy para comentar:
-me llamo mucho la atencion la descripcion del mundoen el que esta ambientada la historia,es como si al leer te pudieras imaginar en ese lugar.Se puede sentir toda la destruccion y el dolor de los sobrevivientes
-john,eli:me fascino que en el medio de la destruccion ellos tengan su pequeño paraiso de amor.Los sentimientos estan,a mi parecer,increiblemete expresados
-con esta parte se me salieron unas cuantos por no decir muchas lagrimas y creo que expresa esta mezcla de amor,destruccion y fuerza que atraviesa el capitulo:
"La comunicación se cortó. John la cortó, en el acto más egoísta que estaba dispuesto a permitirse en este mundo. Si a sus oídos llegara el sonido de un “Te quiero” completo, en la voz rota por el llanto de ella, lo abandonaría todo. Regresaría a su casa en el primer blindado que encontrara dejando tirado a todo su batallón. Renunciaría a todo y se la llevaría a ella y a la niña a Gotham para vivir días más fáciles como soldado raso."

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