viernes, 17 de junio de 2011

CAPÍTULO 2. "LA HUMANIDAD YA NO EXISTE"

¿Cómo puedo sorprenderme aún de lo que es capaz un niño de siete años? Hoy John ha regresado y ahora duerme plácidamente junto a ti en nuestra cama. Os miro y me pregunto ¿de verdad le iría tan mal a Gottham con otro líder? ¿Tan mala sería la vida allí si de ese modo pudiéramos estar siempre como en este momento? La cicatriz que empieza a formarse en el centro del labio inferior de tu padre parece gritarme: ¡¡NO, NO ESTARÍA TAN MAL!!

Un niño salvaje de unos siete años se la ha hecho con un bate, cuando se adentraban en un bloque de viviendas, en la ciudad, en búsqueda de botiquines. John se está pensando crear un plan de reclutamiento para niños tan pequeños. Él cree que sería posible civilizarlos mientras sean tan jóvenes. En el consejo de Gottham están tratando de quitarle esa idea de la cabeza. Temen que su bondad acabe matándole, se quedarían sin su líder demasiado pronto. John cree que así los salvaría de las calles y que estaría previniendo a la vez que los que hoy son niños flacos, desnutridos, mañana se hagan adultos sin conocimiento, mucho más fuertes. Un grave problema más aún de lo que son ya.

Pero eso hoy a mí me da igual. Sólo me importa que él esté bien y que esté con nosotras. Eso es lo único que importa. El silencioso repicar de las chapas de John en tu mano no es suficiente para despertaros a ninguno de los dos, mientras tú en sueños te aferras a ellas. Tampoco lo es el sonido de mis pulsaciones sobre el teclado. Quiero unirme a vosotros dos, lo deseo con toda mi alma. Pero temo que al posar la cabeza en la desnuda piel del pecho de tu padre, cuando él me rodee con su brazo, me quede dormida. No puedo permitirme el lujo de dormir y perder un segundo de esta visión.

Esta tarde, cuando ha entrado por la puerta cargado de sacos de lona, tan llenos que amenazaban con reventar cubriendo el suelo del salón con medicamentos y ropa de bebé, a punto he estado de dejarte caer al suelo de la alegría. Por suerte Andrew ha estado rápido, ha soltado su carga y ha corrido a cogerte de mis brazos trémulos. Lo siento querida, pero no es bueno ser lo único que se interpone entre los brazos de tu padre y yo. Menos, cuando hace cuatro días que no lo veo. Detuve mi carrera hacia él a escasos diez centímetros. Primeramente tenía que comprobar que estaba entero. John ha dejado caer los sacos al suelo y ha abierto sus brazos para recibirme. Un traspié causado por el anhelo ha hecho que cayera contra su pecho y él tuviera que sostenerme. Mis labios no me han dado tiempo a recuperar la compostura, han buscado los suyos y los han encontrado antes de que pudiera incorpórame del todo.

Puede que leer esto te avergüence, él es tu padre. Pero quiero que comprendas toda la magnitud de los sentimientos que nos embargan estos días. Sólo así podrás entender por qué las cosas las hicimos como las hicimos. Ha sido tal la necesidad que teníamos el uno del otro que por momentos hemos creído que estábamos solos en el salón. John ha tomado mi cara y yo he respondido del mismo modo fundiendo nuestros labios sin reparos. Un pequeño quejido, una mueca de dolor en su cara me ha alertado, haciendo que me apartara. Escudriñando su rostro con detenimiento la he visto. Una franja rosácea. Cruzaba por completo el grosor del labio inferior de John inquiriendo unos centímetros en la piel de su barbilla. Apenas rozándola, la he acariciado con el pulgar y he podido ver con detalle la repetición del gesto de malestar en su cara. Con la emoción pasé por alto la hinchazón que acompañaba a esta nueva marca.

-Lo siento -he susurrado.

-No tiene importancia -ha respondido él, besándome la frente para ocultar a mis ojos el sentimiento que le ha producido recordar los hechos que han causado su herida-. Soy un perro con suerte.

-Lo sé.

Más calmados nuestros ánimos, él ha reparado en tu presencia en brazos de Andrew. Quien acercándose a nosotros te ha entregado a tu padre y, disculpándose, nos ha dejado solos. Como de costumbre, has buscado sus chapas y sin mirarle a los ojos has proferido su nombre en diminutivo con un sonido muy similar al reproche. Estás creciendo muy deprisa y eres una niñita muy lista. Que empieza a solicitar ser la primera en recibir las atenciones de su padre cuando regresa.

A mi pesar tengo que hacerte saber que el niño que atacó a tu padre no ha sobrevivido. Una chica normal se preguntaría qué peligro puede entrañar un crío de siete años para acabar muerto en una incursión. Pero tú no serás lo que antes se conocía por una chica normal. Y por mucho que tu padre luche por evitar que los detalles de sus batallas no nos lleguen, él no tiene el poder suficiente. Aparte, cuando crezcas aún le será más difícil lograr mantenerlos al margen de nuestra situación. Yo por el momento, recapitulo información pegando la oreja a la puerta tras la que aguardan Piti y Andrew mientras tu padre les da indicaciones, reciben noticias, órdenes y comandas a su regreso.

-¿Qué ha sido del chico? -escuché que Andrew preguntaba a tu padre en un susurro.

-Nathaniel lo ha matado -respondió John en un carraspeo seco-. Nathan es un buen hombre Andrew.

-Sí, hizo lo que se esperaba de él. Nadie puede negarlo.

-Siete años Andrew, siete años -ha gruñido.

-Eso ya no es un salvoconducto. Suele ser un agravante.



Tu padre lo ha descrito como un niño flaco de músculos marcados en exceso para su edad. De una agilidad y fuerza impensable a los siete años. Desdentado y con la boca negra. El pelo mugriento y falto en gran parte de su cabeza. Se lanzó sobre él, bate en mano, por el hueco de una escalera desde dos pisos de altura. Tras librarse de su presa, lo arrojó al suelo y éste envistió de nuevo contra él asestándole con el palo y causando la herida de su boca. Tirándole de nuevo al frío piso de las mugrientas escaleras ha tratado de entablar un dialogo con él. El chico ha sacado de entre los pliegues de un roñoso chándal, tres tallas más grandes que la apropiada para él, una pistola. En el momento que el cañón del arma se encontraba apuntando directamente a la hermosa cara de facciones perfectas de tu padre, un estallido ha retumbado por las sucias paredes del rellano. Los hombros de tu padre se han contraído al sobrecogerse con el ruido del disparo certero de Nathaniel. El tiro de su compañero, a quien no conozco en persona, había causado una abertura humeante en el cráneo del chaval. Que yacía inerte, en los peldaños de azulejos grisáceos. Por su rostro goteaba hasta el suelo la sangre. Ésta salpicaba la empuñadura de la pistola que había quedado entre los dedos lacios del chico. Tu padre, tras mirar agradecido a su camarada, se ha aproximado al cuerpo y le ha retirado el arma.

-Aire comprimido -ha murmurado tu padre al final de su relato.

-¿Perdona? -Andrew estaba confuso.

-Era -tu padre ha separado cada palabra lentamente-, una -y con cada vocablo su voz se ha ido volviendo más dura y rígida hasta acabar en un grito-, puta, pistola, de, aire, ¡¡COMPRIMIDO!!

Al segundo, el ruido de una mesa volcada al suelo me ha sobresaltado y he corrido a refugiarme en el salón. No he huido de la furia de tu padre, no. Eso jamás ha sido necesario. Sólo pretendía ahorrar a John la desdicha que le causaría saberme conocedora de los truculentos entresijos de su lucha. Lamento lo del chico en lo más profundo de mi alma. Pero las lágrimas que se acumulan en mis ojos no son por él. Las causa el recuerdo de otra vez en la que Nathaniel no estuvo cerca de tu padre para equivocarse.

Una vez en la que John fue sorprendido por un chaval algo mayor que el difunto esta vez. Él y sus hombres se habían dispersado por las instalaciones de unos silos de avena en buen estado, para dar por segura la zona. Se encontraba solo en la oficina central del complejo, registrándola. Cuando de debajo de una mesa una sombra surgió ante él. Unos once años de vida fueron suficientes para, por poco, terminar con la suya de un disparo en una pierna. El pistolero huyó dejando a John desangrándose en el suelo, durante una hora. Sus hombres le encontraron medio consciente y él ordenó que le trajeran a casa. Ellos trataron de convencerle de que era mejor llevarlo a Gottham y ser atendido por los jóvenes médicos de inmediato. Él creyéndose en sus últimos momentos insistió en regresar a casa y que un médico se desplazase hasta aquí. Quería despedirse de nosotras. Siempre será su última voluntad.

Estaba sentada contigo en mi regazo mientras Andrew nos narraba una de sus aventuras de cuando el mundo era mundo. Ésa en la que harto de suspender el examen de conducir blindados y borracho como una cuba, robó las llaves de un tanque. Y como resultado dio con tres columnas del patio venidas al suelo y tres semanas de arresto. Cuando Piti abrió con brusquedad la puerta y requirió de su presencia en un corto gesto. Dos segundos me bastaron. Dos segundos en los que sus ojos verdes se cruzaron con los míos. El pavor y la lástima que vi en ellos me aplastaron el corazón.

-Id a tu cuarto, Elizabeth -ordenó sin volverse para mirarnos Andrew.

Que usara mi nombre completo para dar la orden sin haber nadie más en la habitación que nosotros me asustó más que la mirada de su compañero pelirrojo.

-¡Id! -exigió al verme clavada en el sofá.

Le obedecí como un autómata sin respiración. Traspasé las puertas del dormitorio sin cerrarlas. El aire regresó a mí cuando con un golpe seco éstas fueron cerradas por alguien que quedó al otro lado. El blanco y crema del dormitorio giró alrededor de mí dando vueltas que aumentaban de ritmo con cada segundo. Mareada, temiendo por que al perder el conocimiento te dejara caer, te metí en tu cuna. Apoyé las manos sobre la barandilla de ésta y traté de recuperar un compás de aliento normal.

-¡ELI! -la voz en grito desesperada pertenecía a tu padre-. ¡ELIZABETH!

Corrí a su encuentro. Piti y Andrew guiaban a otros dos hombres que portaban una camilla. Andrew cortó mi paso, reteniéndome por los hombros. Soy alta pero él lo es más y, como luchar por apartarlo era inútil, traté desesperadamente de mirar por encima de su hombro mientras tu padre bramaba nuestros nombres. “Es la fiebre”, aclaró nuestro guardián. John estaba delirando por la septicemia que invadía rápidamente su sangre.

Todos lo sabemos. Si un tiro no te mata lo hace la bacteriemia. Enmudecí y el color escapó de mi cara junto con el último aliento que tomé en casi un minuto entero. Las voces de los hombres entremezcladas con los chillidos de tu padre, sonaban como una radio mal sintonizada en la letanía. Una mano se agitó frente a mis ojos a cámara lenta. Del mismo modo entró de nuevo oxígeno en mi boca. Esquivé en un quiebro a Andrew y me abrí paso entre los hombres a empujones y tirones.

El mundo había entrado en standby. Sólo cuando, tropezando medio a rastras, alcancé el borde de la cama sin vestir en la que tu padre estaba recostado, el tiempo volvió a fluir con normalidad. La fuerza de tu padre era sobrehumana y al tenerme junto a él tiró de mí. Arrastrándome a sus brazos, levantándome. Tomé asiento en la cama mientras me apretaba dolosamente contra su ropa de camuflaje, sucia y sudada.

-¡Marcharos! -gritó entre mis sollozos-. ¡TODOS! Andrew trae a nuestra hija -exigió en un error ocasionado por las abusivas décimas de su temperatura.

-¿A tu hija? -le corregí en un acto reflejo-. ¿A Tara? ¿Por qué?

No podía concebir que en el estado que se encontraba quisiera que le vieras así.

-Elizabeth tiene razón, John. No te estás muriendo, o al menos no lo harás hoy. No asustes a la cría, relájate y la traeré.

Tu padre no quiso entrar en razón, pero Andrew supo convencerle. Horas más tarde, cayó en una especie de letargo inconsciente por una semana. Durante la cual no me aparte de su lado ni un instante y temí por su vida cada una de las horas de sus siete días.

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Elizabeth decidió dejar de escribir cuando las lágrimas emborronaron su visión de la pantalla. Apagó el mini-portátil. Sigilosamente se introdujo en la cama a espaldas de John. Antes de posar la cabeza en la almohada se inclinó sobre el rostro de su esposo. Observó con calma sus enormes ojos gris verdoso, cubiertos por los suaves párpados terminados con una frondosa hilera de largas pestañas castañas y rubias. Mezcla que imitaba a la perfección el color pardo de su pelo. Estaba recién rapado y dejaba a la vista múltiples cicatrices. Una tras la oreja, otra junto a la frente, otra encima de su sien izquierda.

Ella se sintió tentada a acariciar y besar cada uno de sus cortes, curados tiempo atrás. Llevaba su dedo índice a la última adquisición de la piel de John, aquella que surcaba su grueso labio inferior. Antes de poder alcanzarla, su mano fue paralizada por la de John con brusquedad, sujetándola por la muñeca con fuerza. Asustada, ella se quedó congelada mirándole a los ojos. El terror era dueño de ellos. Ambos se miraron paralizados, como estatuas de mármol, por un eterno minuto conteniendo el aliento.

John escondió bajo el edredón un puño cerrado con fuerza y dispuesto para golpear al intruso. Cuando con pavor descubrió que no se encontraba en las trincheras. Estaba en casa, con su mujer y su hija. Mujer a la que había estado a punto de arremeter con todas sus fuerzas, confundiéndola con un enemigo infante que ha cruzado su perímetro de seguridad. Apesadumbrado y desconcertado fue relajando el puño hasta que la circulación recorrió otra vez sus articulaciones. La culpa le corroyó por dentro, sólo él podía convertir en peligroso el rincón más seguro para su familia. Nunca afirmaría haber estado tan cerca de golpearla, pero él lo sabría y eso le castigaría confidencialmente.

El fluir de la sangre le producía un cosquilleo en las yemas de los dedos, y la musculatura de su brazo derecho se había relajado por completo. Sólo en ese instante John sacó su mano del amparo de la colcha. La dirigió lentamente a la cara de Elizabeth, quien la recibió sin temor. La tensión había pasado y ninguno comentó lo sucedido. Él llevó la cara de su mujer hacia la suya y la besó lentamente. Acarició la parte trasera del cuello de ella, que permaneció tenso hasta la llegada de su ternura. John giró su cuerpo sin hacer que sus labios se separasen. La incitó a tumbarse por completo junto a él. Y la cubrió con la ropa de la cama. Una vez Elizabeth estuvo arropada, él se levantó llevándose consigo a la pequeña Tara.

La seda azul oscuro del ancho pantalón del pijama de John colgaba debajo de su estrecha cintura sobre sus recias caderas y siseaba con sus movimientos hacia la cuna del bebé. La desnuda piel de su espalda se tensaba al doblarse para dejar a su hija en la pequeña camita. Al encaminar sus pasos de nuevo al lecho conyugal Elizabeth pudo contemplar el amplio pecho de su marido. Hermoso, turgente, fuerte y garabateado por señales que formaban caprichosos dibujos en un tono más blanco que el de la piel que les hacía de lienzo. Esas marcas no restaban belleza a su cuerpo, no al menos a sus ojos. Eran como insignias al valor y al coraje impresas sobre una prenda que siempre acompañaría a John.

Elizabeth bebía de esta imagen como si un sátiro le hubiera prometido que sería la última vez que podría verla. John sonrió satisfecho al ver el pijama de ella, acompañado por su ropa interior, en el suelo junto a la cama. Ella se reservaba para sí la calma que había obtenido tras la confusión ocasionada por el incidente no tratado. Dormiría más tranquila sabiendo que él no lo hacía. Habiendo percibido que John es una presa difícil. Que nada le pillaría desprevenido. “Soy una perra con suerte” se dijo a sí misma. Recibió con ansia la piel de los robustos brazos de él y se fundieron en un beso que aventuraba la pasión que se desataría a continuación. Las caricias dieron paso al fuego y ninguno dio descanso al otro hasta caer agotados. Tras el vendaval la placidez llegó. Gozoso John descansó, abrazando por la espalda a su mujer desnuda. Ella se recreó en la sensación de paz que le concedía el sentir el dócil aleteo del aliento de su amado en la nuca.

-¿John? -Andrew interrumpió su reposo, golpeando en la puerta cerrada del dormitorio con los nudillos delicadamente. Únicamente le llamaba Johnny en sus conversaciones a solas con él o con Elizabeth y la pequeña-. Llaman de Gottham.


-En seguida voy –refunfuñó, y besó a Elizabeth en el pelo-. Eli, no tardo.

-¡No, ahora no! -se quejó ella medio dormida. Miró el reloj de la mesita. Eran las dos de la madrugada.

John vestía por completo su pijama al salir del dormitorio. La conversación con Gottham no llegaba a Eli. Sólo escuchaba susurros y se forzó a despejarse a la espera de su regreso para conocer el porqué de esa llamada tan molesta. A su vuelta John la encontró totalmente erguida y desperezada, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama.

-¿Cuándo? -preguntó ella con los ojos abnegados por las lágrimas contenidas.

-Mañana -respondió él abatido.

Ella no dijo más y se deslizó bajo las sábanas, quedando acostada de espaldas. John subió a la cama, sentándose de rodillas junto a ella. La tomó por el brazo delicadamente y la instó a volverse para mirarle. Elizabeth negó con la cabeza, apretando los párpados y arrebujando la colcha entre sus puños con frustración.

-Acabas de llegar -murmuró furiosa-. No es justo.

- Puedo partir a la tarde. Eso nos dará algo más de tiempo -intentaba consolarla él. Sin encontrar alivio para su propia amargura.

Elizabeth no quería unas cuantas horas de prórroga. Quería una semana, quería un mes, quería el infinito. Enfadada encontró la determinación para sacar un tema que estaba reservando para comentar con él unos días después. Le hizo llegar la petición formulada por Andrew a modo de sugerencia. Su guardián había insinuado que sería bueno para ella traer a alguien que la ayudara en la casa. Una chica de Gottham que hiciera de doncella para ella. Que también le granjeara algo de compañía femenina adulta.

Elizabeth hizo esta insinuación a John sin cambiar de postura con la mirada fija en el despertador. Él se extrañó. Elizabeth se mortificaba por cada una de las personas que estaban destinadas a su cuidado. Lo creía un derroche de recursos bochornosamente innecesario. ¿Y ahora quería una doncella? Para una casa donde la gran parte del tiempo sólo estaban ella y la pequeña Tara. No. No era propio de ella. Él lo sabía y puso en su conocimiento lo raro de su petición. Elizabeth expuso sus motivos, algunos propios, otros frutos secretamente vendidos por Andrew.

-Me paso el día sola con la compañía de Andrew. Hace siglos que no hablo con otra mujer. Aparte, él es un guardián, su trabajo no es entretenerme. Además, así podría compartir mi suerte con alguien que no tenga nada ni a nadie.

Ese último motivo fue el que hizo que John viera las cosas claras. “Andrew”. Al decir ella: alguien que no tenga nada ni a nadie, todo quedó claro como el agua de un riachuelo cristalino. Lucia. La novia de Andrew. No tenía parientes. Vivía en Gottham en una habitación privada de matrimonio perteneciente a él, ganada por sus servicios a la comunidad.

Entendía perfectamente que Andrew quisiera que Lucia viviera con ellos. Aparte de poderla ver de continuo, como él deseaba poder hacer con su Eli, las condiciones en su casa eran mucho más cómodas. Incluso teniendo que trabajar de asistenta. De todos modos era una limpiadora en la ciudad marcial. Y allí tendría mucho menos trabajo, por no decir ninguno. A John le hubiera gustado poder ofrecer su casa a la novia de Andrew sin condiciones. Pero no podía hacer excepciones tan evidentes entre los habitantes de Gottham, él era un líder y como tal tenía que ser justo e imparcial.

“Eres jodidamente listo Andrew” pensó. Ofreciéndola como servicio doméstico no sería una concesión o un favoritismo. No podía enfadarse con su hombre por tal artimaña, comprendía perfectamente sus motivos. Por ello el sacrificio de negarse sería tremendamente duro.

-No podemos traer a Lucia como parte del servicio a esta casa. -Se aventuró acertando los pensamientos de Elizabeth-. Eso convertirá esto en una comunidad o en una familia.

-Ya lo somos, John -le reprochó dulcemente ella.

-No. Lo siento, Eli. No puede haber nada más importante en esta casa para Andrew que su deber por protegeros a ti y a Tara, si los problemas llegan.

-¿Podrían al menos pasar aquí sus permisos? Tenemos muchos cuartos vacíos. -Ella le miraba suplicante a los ojos.

Antes de negar con la cabeza la volteó para tenerla de frente entre sus brazos.

-Eso sería un favoritismo por mi parte para con ellos. No puedo hacer eso. Si quieres puedo elegir otra chica para que te haga compañía como tu doncella -le sugirió, sabiendo que ella lo rechazaría.

-Pero es tu amigo. Que tengas con él una preferencia es humano -le rebatió Elizabeth.

-La humanidad ya no existe -le recordó él besando su frente y acurrucándola contra su pecho.

Los dos se callaron. Y en silencio permanecieron abrazados hasta que tras ellos, por la cristalera que ejercía de pared, donde reposaba el cabecero de la cama, el sol los encontró dormidos.
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1 comentarios:

Daniela Marconi dijo...

Hola monty lo que mas me gusto fue:
-eli sin duda lleva un gran peso pero a la vez entiende muy bien el lugar de john
-lo que carga john es increible cada renglon esta cargado de su responsabilidad de esa division entre el deber y el amor de eli y su hija
-me mori de amor con la escena de eli y john juntos cuanto sufrimiento contenido,cuanta entrega de ambos ante una situacion que no admite salidas a la vista
-me quedo con esta frase del capitulo:
"Los dos se callaron. Y en silencio permanecieron abrazados hasta que tras ellos, por la cristalera que ejercía de pared, donde reposaba el cabecero de la cama, el sol los encontró dormidos."

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